Toda mi niñez está cruzada por el ronco pavor de las avenidas del Río Segura. Empezaba por un estruendo invisible que luego tomaba cuerpo en las habladurías de la gente coincidiendo con la entrada del otoño. Quien no conozca una riada no sabrá nunca la desolación que siembran las aguas entregadas a su inercia. Por Murcia suelen decir que de vez en cuando el río saca a leer sus escrituras. En mi infancia los cauces estaban como sin escuela. A Franco le ví por primera vez a raíz de una terrible inundación. La propaganda del régimen se excedió no poco con aquella pancarta que dio la vuelta al mundo: “Bendita riada que nos ha traído al Caudillo”. La política de pantanos actuó también en el Sudeste. Domeñar al Segura no era fácil pero se construyeron embalses y pantanos que contribuyeron a meter en cintura las aguas díscolas. Tanto que algunos creyeron que no habría más riadas y se entregaron a hacer fincas de recreo en zonas inundables bajo la pasividad de las autoridades. A la riada salvaje le ha sucedido la gota fría. En menos de diez minutos se organiza un tsunami imparable. Los cauces no dan abasto para tragarse el diluvio y aquí comienza la tragedia. Casas inundadas, personas y animales muertos, cosechas destruídas. Llegan las autoridades y prometen indemnizaciones pero éstas tardan más de la cuenta. Es la hora del lamento. El ya lo decía yo. Pero el río es sordo a las quejas y dudo que dentro de poco no estemos lamentando otra tragedia. Eso sí, la Diputación puso todos los medios con los que cuenta.
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