El internista doctor De Guindos, acompañado del conocido bromatólogo, doctor Montoro, decidieron que la enferma registrada como España de Europa presentaba un exceso de grasa de deuda que no había mas remedio que atajar aplicando un severo régimen alimenticio, donde desaparecieron algunos hidratos de la Sanidad, unas cuantas grasas de la educación, bastantes féculas en el Ejército, y una cantidad considerable de lípidos en pensiones y ayudas, incluso algunas proteínas en el seguro de desempleo.
Por si esto fuera poco se sometió al tejido social a un ejercicio agotador de impuestos con el fin de que tanto las extremidades como los elementos adiposos que se forman alrededor del vientre, redujeran su nivel. No obstante, y a pesar del sacrificio que de todo esto se derivó, tanto el doctor de Guindos como el doctor Montoro observaron que la enferma no bajaba de peso. Hubo junta de doctores, pero nadie se atrevía a comunicarle al jefe de la clínica, el doctor Rajoy, que el sobrepeso no podía disminuir, porque apenas se había rebajado la osamenta burocrático-administrativa, y seguían existiendo cientos de direcciones generales autonómicas, cientos de parlamentarios ídem, que se reunían para dilucidar las medidas de seguridad de las churrerías, o si se declaraba festivo regional el día de la santa patrona, y cientos de empresas públicas dedicadas a la observación del tiempo meteorológico comarcal o a realizar encuestas provinciales. Siguen abiertas facultades con más profesores que alumnos, aeropuertos con más empleados que pasajeros y televisiones con menos espectadores que una comedia musical. Y empieza a extenderse el cabreo. Un cabreo que, poco a poco, se extiende a la mayoría, aunque sea silenciosa. Tan silenciosa como cabreada, al contemplar la insultante discriminación en las dietas aplicadas.
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