No parece fruto de la casualidad que en estos días que hemos conocido el último dato (pésimo) del paro: 80.000 desempleados más en el mes de septiembre -camino de los cinco millones y medio-, resulta que de lo que estamos hablando es si procede o no "modular" las condiciones en las que el derecho de reunión permite a los ciudadanos manifestarse. La invitación a reflexionar partió de la delegada del Gobierno en Madrid, pero al trapo han entrado todos. Políticos, togados y sindicalistas. La polémica reverbera, incluso, en el auto del juez Santiago Pedraz que ha puesto en pie a una clase política a la que tilda de "decadente". Con la etiqueta de "pijo ácrata" le ha devuelto la pelota el diputado Hernando, del PP. Otros no han ido tan lejos en la descalificación, pero a ninguno parece haber gustado ni las consideraciones del magistrado ni, menos aún, que haya dejado sin sanción previsible a los detenidos en el transcurso de los incidentes del 25 S. Sobre la idea de "modular" las normas que regulan el derecho a manifestarse también se han dejado oír voces de dueños de bares y comerciantes. Creo que son los únicos que en este asunto no tienen otro interés más allá del que se explicitan sus palabras. En el resto del coro de voces se deslizan discursos que abren la puerta a la suspicacia.
Por definición, toda manifestación es un acto pensado y desarrollado para llamar la atención acerca de un problema o de una imposición tenida por injusta. ¡Claro que molestan! pero sin ese eco que se constituye en contrapeso , nuestro sistema perdería vigor democrático. Instalar ahora un debate acerca de los inconvenientes que aparejan las manifestaciones parece una cortina de humo para no hablar de la causa que está detrás de la mayor parte de las protestas: los recortes de prestaciones servicios y el paro que no deja de crecer.
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