Si el ganado come, comes tú. Esa es la ley que se aprende por los laberintos del sacrificio. José aprendió que el estigma de la soledad se mitiga con otra tanda de soledad. Lo aprendió cuando lo amarraron junto a otros tres hombres para llevarlo a la cárcel de El Ingenio sin apenas tener tiempo de interrogarse sobre la responsabilidad que lo condenaba a una cadena perpetua luego mitigada por años de cautiverio. José siempre fue un pastor alegre y discreto. Su vida transcurrió sin la opulencia de las familias adineradas pero sin la escasez de los que tenían que resignarse con la servidumbre.
Así transcurría su vida. Ausente de la escuela desde que pudo manejar el ganado, a José le alegraba tanto el resplandor de la flor del almendro en la primavera, como las reuniones clandestinas en las cuevas para preparar las letrillas de las murgas en el carnaval. Porque el carnaval era su pasión. Con Agustín el Fragüero apostaba una botella de vino para que éste revelara su ingenio y compusiera letras disparatadas y picantes. A él le gustaba disfrazarse con unos calzones largos de lana y una sonrisa petrificada de diversión.
El recuerdo vívido de los años de juventud cuando recogía el ganado apresurado para concentrarse en las murgas, se truncó bruscamente cuando lo reclutaron primero en la brigada número doce de Huércal de Almería, para destinarlo después al valle del Ebro. José pertenecía a las Juventudes Socialistas pero nunca previó que su afán ideológico le llevaría por un camino tan disparatado y cruel. A José siempre le ha gustado el flamenco puro. Juanito Maravilla, Marchena... Su carácter era afable y distraído y prefería la suerte de la muchedumbre al protagonismo. Por eso, cuando terminó la Guerra y volvió al pueblo, trató de retomar la rutina del ganado para confiarse de nuevo a la predestinación solitaria de los pastores. Estuvo tratando con cortijeros y otros pastores para ver si le arrendaban un pequeño atajo y si al principio nadie se fiaba por su apariencia diminuta y triste, al final logró reunir veinticinco cabras. Todo parecía normal. Él pastoreaba y sus hermanas llevaban luego la leche a vender a Almería. Pero las cosas ya venían torcidas, recuerda José. Un día, sin percibir el rastro de su penitencia, lo mandaron llamar porque alguien le había denunciado.
Él se apresuró a buscar testigos que le protegieran de los cargos por los que le acusaban, pero cuando alguien le advirtió que uno de los elegidos era el propio acusador, su cuerpo se empapó de un lamento helado y entonces fue cuando lo ataron junto a otros tres hombres inculpados para llevarlos a El Ingenio. Cuando llegó allí y vio que el resto de los presos reprendían al cielo con plegarias desconsoladas, recogió sus manos sobre el cuerpo a la espera de un desenlace radical. Fue entonces cuando uno de los guardianes de la cárcel le asestó por detrás una patada enloquecida que lo dejó seco como un árbol envenenado. José supo entonces que la vida había perdido toda su ligereza.
Lo condenaron a cadena perpetua pero luego por el arbitrio del infortunio, la condena fue de siete años de prisión. De allí lo llevaron a Linares y luego a Madrid y luego a Astorga. En Santiago de Compostela el prolongado cautiverio, la incertidumbre del mundo, el hábito de la obediencia y la humillación permanente habían resecado en su corazón las semillas de un odio inmortal. José o Pepe el Manquillo, regresó de la prisión de Santiago de Compostela aferrado a un silencio sepulcral. Regresó mutilado para el trabajo
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