Cómo quieres que te olvide, si ya te conozco?”. He visto hace poco esa frase escrita sobre una pared de nuestra ciudad y, al leerla, he pensado que si el olvido total es algo probablemente imposible, decretarlo resulta bastante ridículo.
Fijémonos en las solemnes declaraciones del portavoz de la Unión Ciclista Internacional anunciando que el norteamericano Lance Armstrong ha quedado fuera de la historia de este deporte, -“no tiene sitio en ella”, ha dicho- tras haberse comprobado que se dopaba. Uno puede entender que el fraude deportivo suponga el desposeimiento de sus títulos o la exigencia de la devolución de los premios, pero parece difícil que alguien consiga eliminar de su memoria toda la vida deportiva de este decepcionante campeón. Resulta de un infantilismo enternecedor pretender que algo no haya sucedido simplemente porque así lo establezcamos o que alguien no haya pasado por nuestras vidas porque un día decidimos que nos incomoda, entristece o abochorna pensar que un día gozamos o sufrimos con la compañía de esa persona. Es, en términos deportivos, una vuelta a la “damnatio memoriae” que decretaban los emperadores romanos ordenando destruir las estatuas o inscripciones de sus predecesores considerados funestos: un costoso e inútil ejercicio de voluntarismo. Lo digo ahora que todavía, a estas alturas, hay gente empeñada en seguir borrando testimonios físicos del franquismo. Si raspar paredes sirviera para eliminar de nuestra historia las calamidades yo sería el primero en coger un escoplo. Pero los tramposos o los dictadores no se borran de la memoria colectiva: deben ser una advertencia para el futuro.
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