Hace unos pocos años, casi nadie sabía en España de la fiesta de Halloween esa. Y en poco tiempo, como una metástasis imparable, ha cundido por todos los rincones y hasta los niños la celebran en el colegio, bajo la organización, la supervisión y el beneplácito de unos educadores complacientes y acríticos. No había suficiente con las navidades –cada vez más contaminadas de una influencia americana y anglosajona- para tener ahora otra fiestecita del más puro estilo yanqui.
Halloween tiene su origen en una festividad celta que acontecía con motivo de la llegada del otoño. Su nombre era Samhaim, del irlandés antiguo, y festejaba el final del verano y las cosechas para recibir a la estación oscura (otoño-invierno). Los celtas creían que en el Samhaim se unía este mundo con el otro, permitiendo a los espíritus –tanto los bondadosos como los malévolos- pasar a este y campar a sus anchas. Los ancestros familiares eran homenajeados, mientras que los espíritus dañinos eran alejados con varios rituales; el más común era disfrazarse con trajes y máscaras para ahuyentarlos y evitar que anidaran en los hogares familiares.
El uso de las calabazas talladas formando cabezas siniestras era otro método, derivado de la leyenda de ‘Jack el tacaño’, un granjero ladrón y embustero cuyo espíritu malvado fue condenado a vagar eternamente entre nosotros tras cerrársele las puertas del cielo.
En 1840, los inmigrantes irlandeses llevan la tradición a EEUU y comienzan a celebrarla. A principios de siglo ya estaba bastante extendida, pero el Halloween actual es relativamente reciente; procede de la cultura del cine y las series de televisión americanas de los setenta en adelante. La costumbre de disfrazarse como los personajes de los filmes de terror –dráculas, frankesteins, brujas, vampiros, zombis, etc- apenas tiene dos décadas y en absoluto tiene algo que ver con la primitiva tradición celta, que servía -como otras muchas por estas fechas- para recordar el espíritu de los familiares que ya no están con nosotros y sentirlos cerca. La escenificación hollywoodiense, por tanto, está fuera de lugar. Pero más cutre resulta todavía su veloz internacionalización en todo el mundo desarrollado, merced a una publicidad desmedida y un despliegue comercial –consumista y decadente- que tan bien recibido es siempre por esta sociedad atrofiada.
Por eso, cuando veo a mi hijo de ocho años, tan ilusionado con la fiesta de Halloween tras haberla celebrado en su colegio, me doy cuenta de lo fácil que lo tienen quienes manejan los hilos de este cotarro adoctrinante y despiadado; un guiñol en el que los muñecos – que somos nosotros- son la herramienta de trabajo, gratuita y maltratada, para que la función sea siempre un éxito de taquilla.
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