A partir del decenio de los sesenta, España se convirtió en un país en vías de desarrollo, y eso favoreció la instalación en nuestro territorio de algunas empresas de automoción, como Citroen, en Vigo; Renault, en Valladolid; Peugeot, en Madrid; Ford, en Almusafes, o, posteriormente, General Motors, en Zaragoza.
Las razones por las que estas empresas se asentaron en nuestro país no se basaban en que los ejecutivos hubieran tenido unas gratas vacaciones aquí, o que suscitáramos una simpatía irresistible, sino sobre las perspectivas de futuro del mercado español, la baja cuota salarial y el nivel de formación industrial de los futuros trabajadores. Son los mismos argumentos por los que algunas industrias dejan de producir parte o todo de su manufactura en España y se marchan a otros países. La deslocalización es un fenómeno que va, no por barrios, sino por periodos, y de la misma manera que hubo una época en que nos favoreció, ahora nos perjudica.
A la deslocalización y al paro hay que añadir la "descolocación", un nuevo fenómeno que consiste en que las pocas personas que encuentran trabajo se tropiezan con una actividad para la que no les hace falta la sofisticada preparación que han recibido. Así, nos encontramos con licenciados en Derecho conduciendo un taxi, biólogos que trabajan de guardas rurales, filólogos de subalternos en algún organismo oficial o arquitectos dando clases particulares de matemáticas para alumnos de bachillerato. Esta discordancia que no puede olvidarse, puesto que quien la sufre la constata cuarenta horas a la semana, genera una frustración personal que, por la cantidad de afectados, comienza a convertirse en frustración social. Un caldo de cultivo ideal para aventureros, demagogos y granujas.
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