Cada cual lleva las torturas y los encontronazos de la vida como puede. En las enfermedades graves y en los desahucios que tanto se parecen a los cánceres del bolsillo, ya ven cómo reaccionan las familias. Me acuerdo mucho estos días de los inquilinos que bajan por última vez la escalera de casa con el televisor a cuestas, pero tampoco olvido a los miembros de la policía. Qué tragos deben pasar esos hombres uniformados teniendo que arrastrar a sus conciudadanos como si fueran muebles para hacer cumplir la vetusta ley hipotecaria.
La vida se nos está haciendo a todos imposible. No vale hablar de Hitler para tocar a los catalanes, como hizo Bono, pero tampoco vale creerse un Gandhi, como ha replicado Mas. La verdad dulce y suave corre por otros derroteros. Aprovechemos sus efectos paliativos. Pienso, por ejemplo, en esos bancos de alimentos que hoy están sustituyendo a los viejos monasterios en el reparto de la sopa de convento.
Pienso en Cáritas con sus dos millones de mendigos a la puerta, algunos de ellos padres de familia bien vestidos y con la vergüenza en la cara. Pienso en el vendedor de higos chumbos al final de la calle bajo el frío sin que nadie le haya comprado nada por los menos mientras yo voy a comprar el periódico. Pienso, en fin, en las mil formas de la economía sumergida que sin duda no da la cara porque es la verdad la que anda avergonzada de la vida. Benditos sean esos efectos paliativos que alivian las horas del dolor y nos hacen pensar en la bondad innata del hombre, rayo de esperanza en la noche.
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