Diversión de España

Tras la prohibición de las corridas de toros por Felipe V, la aristocracia abandonó el toreo a caballo. Pasó entonces a la esfera de lo popular; se hacía a pie, en un primer tiempo por los matarifes de los mataderos que abastecían de carne, y después por cuadrillas que fueron alcanzando fama entre el pueblo. Carlos III y su hijo, Carlos IV, volvieron a prohibir las corridas –e incluso los encierros- ante los espectáculos sangrientos y el imparable goteo de desgracias personales. Pese a ello, seguían celebrándose en medios rurales.

Durante la guerra de la Independencia fueron legalizadas por el gobierno intruso de José Bonaparte, con la intención de mantener al pueblo contento y ganar su favor, en un tiempo de hambrunas y desgracias. Proliferaron entonces las corridas en los pueblos con escenarios portátiles e improvisados en las plazas públicas. En ellas, el público abandona su pasividad para lanzarse al ruedo y participar activamente del peligro, tal cual aparece en una de las tablas de la Academia de San Fernando, pintadas por Goya hacia 1815. En ellas, hace una descripción de las fiestas populares –toros, carnaval, procesiones, tribunales inquisitoriales- desde una óptica de la violencia y la sinrazón, el fanatismo y el embrutecimiento, en clara sintonía con las ideas ilustradas. 

Años  después retomará el tema en el exilio; las litografías de “los toros de Burdeos” son, sin duda, el canto de cisne de un artista que añora su país y detesta, al mismo tiempo, a su pueblo. Contra él dirige su más implacable mirada y emite el último veredicto. En una de las escenas presenciamos una corrida de pueblo; en el ruedo, cinco toros y una muchedumbre enfebrecida que ha saltado la barrera. Uno de los toros se ha detenido y otros tres frenan su carrera; parecen contemplar, asombrados, la masa de seres que se les aproximan. El toro restante acaba de arrollar a un hombre y se ensaña con otro al que despoja de sus vestiduras, dejándole las posaderas al descubierto. Junto a él, un espontáneo al quite con su capa y un grupo de seres simiescos, esperpénticos, que ríen con exageradas muecas y aprueban -con indiferencia festiva- el drama que allí acontece. No parecen demostrar ni miedo ni piedad; es como si los toros no fuesen peligrosos.

La escena adquiere tintes carnavalescos y alegóricos; se enfrentan colectivamente hombres y animales en una siniestra mascarada de furia primitiva y ebriedad colectiva, hasta la locura. Un ritmo atronador, acentuado por la disposición en torbellino de los grupos de figuras, lo envuelve todo. Y sin embargo, hay una parálisis de pintura rupestre en cada pormenor; rostros deformados y sonrisas petrificadas y embrutecidas. 

Al pie de la imagen, el título dado por Goya; “Diversión de España”.