No hubiera dudado nunca del ambiente entrañable que envolvía aquel rutinario encuentro al que acudieron en grupo casi los mismos que en todas las ediciones navideñas. Era una costumbre establecida a la que pocos faltaban, salvo causa de fuerza mayor. Comieron y bebieron alegremente, rodeados de intrascendentes comentarios, de estériles frases sin destino que sólo buscaban provocar sonrisas a destiempo, asentimientos o disentimientos coyunturales o, en todo caso, un silencio cómplice de los demás comensales que aguardaban el final para emprender, cada uno, su particular camino por una ciudad desprovista de compasión, lineal y absorbente que, como la mayoría de lugares, vivía absorta en un hipócrita entorno navideño, en el que los cuerpos se disfrazaban y las almas mutaban a una suerte de ñoñería que inundaba por doquier todos los rincones.
Alguien con disciplina científica desnudó sus pensamientos y sentenció el valor de todo lo empírico, al tiempo que justificaba las cuantiosas inversiones desembolsadas en la consecución de algunos logros para la Ciencia. Tal planteamiento abrió las puertas de un animado debate con alguno de los demás asistentes al almuerzo, quien, sin abominar de tan respetables principios, se mostró con mayor displicencia para otras ideas y conceptos diferentes, pues a su entender nada debía ser de un solo y único color, sino que la policromía es posible y tiene cabida en todos los órdenes y ámbitos de la vida. Más que tolerancia se trataba de un talante menos riguroso y de mayor flexibilidad hacia teorías y concepciones opuestas, pero en nada imposibles de una forma tajante. Diríase que el defensor de tal apuesta pretendía dejar sobre la mesa la validez en toda opción intermedia, de hacer bueno el término medio como sabiamente apunta el refranero.
Inmersa en pleno fragor de la discusión, una de las pocas mujeres presentes que departía en tales palabrerías masculinas se expresaba con signos de diferencia respecto a la posición mantenida por el primero de los comensales, sin entrar mucho en el cuerpo a cuerpo verbal, sino más bien desde una atalaya de observación. En actitud contemplativa, un cuarto participe en tan sesuda tertulia reflexionaba acerca del valor de cuanto callamos y del ocultamiento de ideas, creencias y sentimientos que atenaza la existencia de nuestra sociedad. Pensó, entonces, en desbocar la prudencia de la que llevaba haciendo gala y dejar que su alma hablara para poder contar y cantar a los cuatro vientos cuanto sentía en su interior, vestir sus palabras de la pasión que ardía en sus entrañas y endulzar sus gestos con el amor que padecía por la única mujer que allí se hallaba. Sin embargo, un supuesto rayo de luz racional le impidió sucumbir a tan honrosa tentación. Fue consciente, entonces, de que no debe haber un dicotomía entre lo que se siente y lo que se exterioriza, aunque, a veces, lo parezca.
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