Creo que nunca he sido tan miserable como para alegrarme de la muerte de nadie, pero confieso que hay desapariciones que me dejan indiferente. Por ejemplo, la de Hugo Chávez, una peligrosa mezcla de demagogia, revolución, religión y mentiras, que accedió al poder para acabar con la corrupción y el inexplicable empobrecimiento de un país rico, y deja la misma corrupción e idéntico empobrecimiento, aunque ya es explicable, porque el capitalismo es peligroso, pero las nacionalizaciones son letales.
El problema del caudillismo no es que el caudillo de turno se crea inmortal, sino que logra que gran parte de sus seguidores piense firmemente en su vida eterna, de ahí la perplejidad, los lloriqueos, la desolación de los corderos, y de los que a la sombra del caudillismo medraron, progresaron o, simplemente, robaron, bajo la beneplácito mirada del Gran Benefactor, que le gusta contemplar las debilidades de los ramadanes, porque eso le aporta nuevas dosis a su soberbia.
Hay otra característica de los caudillos, que se repite de manera inexorable y, por tanto, le podemos asignar el carácter de científica: los caudillos, además de mortales, no tienen sucesor.
Nicolás Maduro fue designado por el Gran Dedo como el Relevo, pero el relevo será en todo caso circunstancial. Salazar, en Portugal, no tuvo sucesor, ni Franco, en España, ni Trujillo, ni lo tendrá Castro.
Es verdad que Perón dejó el peronismo, pero el peronismo argentino pertenece más a la psiquiatría que a la política y es un asunto de esoterismo freudiano tan difícil de entender como el nacionalismo mallorquín.
El problema de la desaparición de los caudillos es que dejan la incertidumbre y la inestabilidad.
Esa suele ser su herencia, salvo algunas excepciones históricas, como la que tuvimos la suerte de protagonizar los españoles. Ojalá los venezolanos encuentren un camino semejante.
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