Ciertamente me preocupa el hecho de la corrupción en este país; no puedo decir otra cosa al enterarme de que trescientos dirigentes políticos están imputados en algún pufo de dinero sea éste urbanístico, bancario o por la vía del soborno. Como a un periodista le exigen los lectores algo más que un piadoso lamento inútil, he aquí la explicación que provisionalmente manejo: la gran corrupción viene del franquismo. En aquel tiempo la moralidad de izquierdas estaba maniatada o en la cárcel. Un franquista nato como Adolfo Suárez y un comunista con amor a España como Santiago Carrillo, se consideran los artífices de la transición contra viento y marea, quiero decir contra lo que esperaban sus respectivos partidos. No hubo ruptura, pues. La democracia llegó al fin en forma de consenso, que ya era mucho, pero tal vez no suficiente para introducir la deseada moralización de la vida pública española.
Anecdóticamente conseguimos el destape en las costumbres, no así la limpieza en las cuentas públicas. Se fue degradando la profesión política al servicio del ciudadano; no por ello la gente renunció a ir en las listas. Listas de salvación para quienes no podían cobrar un sueldo magro de otro sitio. Con estos mimbres se hicieron los grandes cestos: Marbella, Gürtel, casos de Andalucia, Castellón, Alicante, Galicia, etcétera. No citaré nombres. Están en el fondo de la cloaca. Fuera de nuestras fronteras, la democracia española era analizada como un caso extraordinario. Hoy piensan de otra manera.
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