La corrupción pudre la democracia. No hay día que no trasciendan nuevos casos o datos nuevos relacionados con historias de políticos corruptos, de gentes que han utilizado el cargo o su posición en los partidos, para enriquecerse cobrando comisiones o recibiendo trato de favor. Por desgracia, la actuación de jueces y fiscales no apareja la diligencia exigible en la resolución de los sumarios relacionados con corrupción. El resultado es conocido: demoras que eternizan los procedimientos. La conclusión de este estado de cosas está a la vista de todos; desnuda en medio de la plaza pública, pero quienes deberían combatir estas prácticas miran hacia otra parte y hacen como que solo ven aquellas corruptelas que resultan infamantes para sus enemigos políticos. Señalo a la clase política, pero, ¿qué decir de los empresarios que corrompen para obtener contratos de obra pública? Pocos escapan a este juego que con la voracidad de las termitas y la tenacidad de los topos está minando nuestro actual sistema democrático. Sistema que también se resiente con el ingente fraude fiscal y los trucos de la ingeniería contable destinada a escaquear las obligaciones con el Fisco. Señalar estas cosas no es alarmismo. Denunciar estas cosas en un país en el que al tiempo que los poderosos exhiben sin recato su poder, cerca de seis millones de personas están en el paro y algo más de dos millones viven por debajo de "el umbral de la pobreza", es un deber cívico. El malestar social de fondo que está fermentando desplaza mucho más agua de la que se aprecia a simple vista. No quisiera exagerar, pero, si las cosas no cambian, cualquier chispa social puede generar el gran incendio.
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