Indalecio Pérez Entrena

Indalecio Pérez Entrena

Andrés García Ibáñez
23:42 • 18 ene. 2013

Granadino de cuna y de sentimiento, Indalecio se vino a Macael por la vida, los amores y los designios del trabajo docente. Perteneciente a una familia de importante tradición artesanal dentro del empedrado y adoquinado clásicos, él ha marchado siempre –en cambio– por los caminos de la escultura, desde que cursara los estudios de Bellas Artes. Su mundo está en constante inquietud y metamorfosis; como creador ha renunciado a una sola línea de trabajo, escogiendo la difícil senda de la versatilidad y la sorpresa continua, dentro de una coherencia estilística y una inspiración recurrente en lo formal de moderno observador de lo clásico.


De la tierra del mármol ha aprovechado oportunidades y el medio pétreo cuando su lógica interna como creador se lo ha demandado, sin renunciar a su pasión por explorar las posibilidades expresivas de otros materiales, variados y radicalmente diferentes. Y lo que en un primer momento pudiera aparentar dispersión o falta de unidad y estilo, se transmuta en riqueza de registros tras un análisis más minucioso de su producción. En toda ella hay una adecuación –coherentísima– entre el tema y el material escogido para desarrollarlo, y entre la forma –condicionada por ambos– y la expresión resultante. Acero, hierro, madera, piedra… Ante obras como Las caras del viento o las Francescas, la selección del material resulta clave para las intenciones del escultor; se diría que cada una de esas piezas solo tiene sentido en esa materia y en ninguna otra funcionaría tan bien. Y esta capacidad de pasar de una materia a otra, casi sin solución de continuidad, aprovechando las oportunidades que todas le brindan, con resultados diferentes y logrados, es lo que más me fascina de su todavía corta e interesantísima producción.


En la elección de los temas –más o menos universales y escogidos para desarrollar la aventura puramente plástica, sintética y esencial, alejada de toda literatura o narración– es hijo de lo moderno y de las preocupaciones estéticas del extinto Arte del siglo XX. Igual sucede con sus reflexiones –de las que está plagada su obra– sobre el Arte del pasado, ya sea la estatuaria clásica o la gran arquitectura monumental, pensadas desde una mirada contemporánea. Su mundo discurre entre lo figurativo y lo abstracto, la curva y solidez arquitectónica, disociados o amasados en sugerente simbiosis; una extraña alquimia de armonías inexplicables. Sus torsos movidos o fragmentados y la serie consagrada a evocar lo gótico dan buena cuenta de ello. En esta última, especialmente, se cumplen sus mayores logros por ahora; con una búsqueda espacial propia de lo moderno sabe sugerir toda la fascinación y grandiosidad de una arquitectura creada –hace mucho tiempo– para los deslumbramientos.







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