De entre todas las señas de identidad que conforman el “alma almeriense” hay una que produce una desazón especial y, tan fácil de definir, que se expresa sólo cuatro palabras: “Abajo el que suba”. Un sentimiento-el de la envidia- que se complementa, en la otra cara de la misma moneda, con la escuela filosófica del elogio de la indolencia: “Si no haces nada, malo; si lo haces, peor”.
Atendiendo al espíritu de este segundo concepto puede explicarse que la intervención de la semana pasada del alcalde en Bruselas, para hablar sobre el casco histórico, haya sido saludada por algunos con disparos, más o menos anecdóticos, desde la barricada de la crítica. No estoy aludiendo a la crítica política (tan legítima como necesaria) sobre lo que se ha hecho o haya podido hacerse en la zona, sino al reduccionismo chusco al que somos tan cercanos. Estamos tan acostumbrados a que el mundo se encierre entre la Puerta de Purchena y la Plaza Circular que cualquier presencia lejana se acerca al territorio sospechoso de la herejía.
Hasta casi anteayer y durante siglos, Almería sólo traspasó sus fronteras cuando sucumbió en las oleadas cíclicas de las tragedias colectivas, sobresaltó por el drama personal de algunos de sus habitantes, o inspiró la belleza creativa de escritores seducidos por la estética del desgarro y la derrota. Nunca fuimos más allá de las páginas de sucesos.
En los últimos decenios la situación ha cambiado de forma radical. Almería es un nombre rodeado de perfiles; buenos y malos, positivos y negativos, armoniosos y conflictivos. No hay una sola Almería. Hay muchas y todas conforman lo que somos y lo que seremos.
Por eso no llego a comprender por qué somos tan hostiles a que cualquiera de los nuestros tenga protagonismo, permanente o efímero, más allá del Cañarete.
El último episodio ha sido la presencia del alcalde en la capital europea; pero antes lo fue el prestigio de Cajamar en la estructura financiera española, la presencia de Valente en la que fue su terraza frente a la Alcazaba, los libros espléndidos de Goytisolo sobre La Chanca o Campos de Níjar, el peso de Martín Soler en el gobierno andaluz, la influencia de Amat en Arenas, el prestigio de Cosentino entre el empresariado español, la posición de Rafael Hernando en el grupo parlamentario del PP o la publicación de libros finalistas del Planeta escritos por Gonzalo Hernandez Guarch. Cerca de cualquier escenario en el que algún almeriense (de nacimiento, adopción o sentimiento, qué más da) destaque, siempre hay un político, un empresario, un periodista o un tonto de guardia (la mayoría de las veces un tonto) dispuesto a disparar contra aquellos que han hecho o hacen lo que ellos no son capaces de hacer. Da igual el contenido de la bala. Lo que cuenta es poner en duda las capacidades, esparcir la sombra de la sospecha o hacer populismo con los costes. (Cuánto nos gusta decir: “y esto que se ha gastado aquí, ¿por qué no se gastó allí?”; un allí, por cierto, que tampoco consideraríamos acertado cuando fuese el destino del gasto).
Es verdad que cada vez y con más razón son más los almerienses que se sienten orgullosos de aquellas metas que hemos alcanzado colectivamente. Es bueno que así sea. Pero también debemos aprestarnos a sentirnos orgullosos de aquellos que, en cualquier escenario, grande o pequeño, eterno o pasajero, sitúan el nombre de Almería.
Canta el bolero que “odio quiero más que indiferencia/ porque el odio hiere menos que el olvido”. Aquí lo sabemos bien. Tan bien que ha sido el olvido el que nos condenó a ser una provincia mucho más periférica de lo que imponía nuestra posición geográfica.
Que hablen de Almería y los almerienses y, si es para bien, mejor. Que bastante silencio ha habido; y, cuando se ha roto, sólo ha sido para mal.
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Pedro Manuel de la Cruz