La palabra tesorero tiene una etiología semántica maravillosa: tesoro. Las madres, cuando besan a sus hijos, les dicen "tesoro". Por amor a una viuda, por complacer a su hijo, Robert Louis Stevenson escribió una de las novelas más maravillosas de todos los tiempos: "La isla del tesoro". Empezó como un cuento contado a un niño para atraerse la simpatía de la madre, y concluyó siendo una novela universal. Tengo una edad en la que el porvenir me preocupa tan poco como el pasado, pero si se me hallara en edad de merecer, y dado el ambiente de fragilidad moral y derrumbe ético en el que nos desenvolvemos, quizás le expresara a mi madre los irresistibles deseos de ser tesorero. ¡Tesorero! Repartir sobres, observar la mirada ávida del burócrata político, intentando adivinar tu magnanimidad; estar en disposición de cumplir los deseos de los jefes en cuanto a altavoces, autocares, bocadillos, focos, octavillas, automóviles, escoltas, catering y lo que haga falta. Un tesorero no es un tipo que lleva las cuentas, sino una especie de mago, de conseguidor, de hada madrina, que convierte la calabaza del partido en carroza, y dispone del oropel suficiente para que el césar accidental se sienta a gusto. Además, el tesorero es de plantilla. Parece que césares, jerarcas y secretarios generales se cambian y se sustituyen, mientras el tesorero permanece, algo así como la memoria contable de la organización. Y, como todos los magos, sabe que allí donde surge la luz de arco iris existe una olla de oro que es la que produce tamaño esplendor. El tesorero sabe dónde está la olla y es capaz de que todo refulja, con sus azafatas, sus campañas de publicidad, e incluso sus sobres para esos esforzados burócratas que trabajan por amor a la patria, naturalmente, pero no les amarga la presencia de un sobre con dinero dentro. Tal como se encuentra este país hay que decirle a Wert que cree una Facultad de Ciencias de la Tesorería. Para que se siga robando, pero con licenciatura.
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