De los 10.830.693 votos obtenidos por el PP en las últimas elecciones generales, no todos procedían del rechazo a Zapatero, del entusiasmo que les provocaba Mariano Rajoy, del encanto de María Dolores de Cospedal o de la perspicacia demostrada de Soraya Sáenz de Santamaría. Algunos cientos de miles de votos, puede que algunos millones, se le aportaron al PP porque gran parte de los empadronados de este país queríamos unos políticos que no nos mintieran sobre la situación real y que se iniciara una regeneración del sistema que nos fuera quitando tanto lodo como se ha ido adhiriendo a los cuerpos políticos. Una de las características de la época es la falta de persistencia: en los estudios, en el trabajo, en el entusiasmo. Había bastante entusiasmo y buenos porcentajes de ilusión en que el sistema se pudiera regenerar. Pero cación. Cospedal ha hecho lo que le permitían las directrices, pero ese párrafo final del comunicado oficial del partido, recordando que sus servicios jurídicos estudiarán las acciones legales pertinentes resulta bastante desafortunado en un grupo que quería poner en alto la bandera de la regeneración, y nos emparenta con la soberbia del poder que amenaza al dedo que señala la llaga en lugar de apresurarse a sanar la pústula. Se puede salir de una crisis económica, pronto o tarde, pero se sale. Es mucho más difícil ver la luz en medio de una crisis ética que contamina a las instituciones del Estado. Y, lo peor, que parece estar enquistada en las entrañas de la sociedad. La ausencia de liderazgo en restituir un poco de esperanza resulta desalentadora. Comienzo a tener la descorazonadora impresión de que estamos ante un intento -¡otro!- de una regeneración perdida, esa que necesitamos tanto o más que la económica, porque es la que aporta fuerzas para superar la adversidad.
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