Se dijo en su tiempo que Franco no leyó un libro nunca. Parece exagerado pero puede ser porque dentro del macizo de la raza, como diría Machado, persiste solapada una vieja tendencia a despreciar cuanto se ignora. Los hombres muy leídos no se libraban entonces de ciertos adjetivos vergonzantes como señoritingos gandules, amantes de perder el tiempo, afrancesados, inútiles camastrones. Esto por lo respecta a los varones letraheridos. En cuanto a las féminas ilustradas la reata de menosprecios aún es más tupida: románticas, histéricas, desertoras de los fogones, noveleras etcétera. Por aquí tenemos a la “Colombine” que en su tiempo fue una “rara avis” de la letra impresa contra el exasperado caciquismo rural. Hemos cambiado mucho. Ya tenemos biblioteca pública y algún rinconcillo para libros en el salón de casa. Ya la niña va a la universidad y probablemente trabaja en una tesis sobre el siglo XII. Ya el niño está leyendo la historia de España en cuadernillos de comics. Según los técnicos, en España todavía leemos poco. A pesar de las nuevas tecnologías la industria del libro es un fracaso de la sociedad española. Y mira que se han inventado fórmulas para atraer a los públicos. Desde las ferias del libro a los premios literarios, desde pasear a los escritores por las calles y plazas como si fueran héroes hasta publicar textos con números de lotería en sus páginas interiores. Sin embargo los grandes lectores que conozco no se hicieron siguiendo la propaganda de las delegaciones de Cultura. Son la mayoría unos enamorados del conocimiento. Y en su menú diario entra tanto el arte como la ciencia, la filosofía o la historia. No se acostarán sin leer algo que les recuerde dónde están para poder mirar precisamente el universo sin fronteras.
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