Ponte en situación. El camarero le pregunta por la bebida. Buenas tardes, ¿qué desea beber la señora? La mira con atención manoseando un pequeño cuaderno y un bolígrafo mordisqueado. Ella sonríe y él simplemente estira los labios. Se mantienen así durante más de diez segundos. Que vienen a ser unos quince latidos de ambos corazones. Ella no contesta, así que el camarero vuelve a formularle una nueva pregunta: ¿Desea que vuelva en un rato? Pero nada. Más sonrisa y más silencio. El chico que toma café en la mesa de al lado, deja de mirar su móvil y se concentra en aquello que no dice ella. En la Nada que parece taponar la hemorragia de un Todo. Señora, ¿desea beber algo? Y su gesto es como un latigazo. Coge un recipiente metálico que hay sobre su mesa y lo lanza más allá de la barra. No alcanza a nadie, pero un buen puñado de tazas acaba en el suelo y algunos clientes no son capaces de reprimir los gritos. El camarero, que de repente siente frío en la espalda y en la cabeza, se queda mirando a su compañero y le hace un gesto con los hombros que no viene a significar nada. Entonces ya sí empieza el ruido. Las quejas, los insultos y las amenazas con llamar a la policía. Pero ella ya está en algún punto lejano de sí misma. Y siente que se ha desencadenado una especie de musical a su alrededor. Las lámparas tartamudean y todos, camareros y clientes, giran hasta marearse y perder el equilibrio, borrachos de tristeza. Es así como lo ve ella, que se ha puesto unas gafas de sol enormes y sonríe con más entusiasmo que antes. Porque está cansada de que nadie la vea. De sospechar que tiene la misma naturaleza que un fantasma o una sombra. Así que mientras todos bailan y cantan a su alrededor, piensa que en esa cafetería, a la que viene todas las tardes desde hace seis meses a beberse dos copas de vino tinto, ya no volverán a olvidarse de ella. Y que quizá también debería de hacer lo mismo en la gasolinera donde reposta cada lunes y le preguntan si diesel o súper. Y en el taller donde pasa la revisión del coche, en el gimnasio que hay dos calles más abajo de su casa y que frecuenta los martes y los jueves, y en la tienda de comida para llevar de los fines de semana. Lo ve claro, y todos bailan y cantan a su alrededor. Quince latidos cada diez segundos. Seis o siete corazones. Es suficiente para comprobar que ya es capaz de hacerse visible. Así que se alegra de que la música suene fuerte en su cabeza.
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