Tengo curiosidad por saber de qué modo valoran los defensores, rapsodas y cobradores de la llamada Memoria Histórica las recientes declaraciones de unos familiares de varias víctimas de la represión franquista en Almería, asegurando que setenta años después de todo aquello siguen sintiendo mucho odio. Me gustaría saber cómo encajar un concepto tan simple como el odio en el alambicado discurso oficial de la reparación, la justicia universal, la humanidad y todas esas cosas. Habrá muchos que vean normal que los hijos o nietos de las víctimas sientan, conserven y acumulen odio por los verdugos de su familiar y que ni tan siquiera el paso del tiempo atempere o contextualice su rencor. “Aún sentimos mucho odio por lo que hicieron sufrir a nuestros padres en este lugar”, dicen unos familiares a las puertas del solar donde estuvo la cárcel del Ingenio. Y así estamos, con el odio de la sangre de hace setenta años, fresco en las rotativas de la prensa de ayer mismo.
Insisto en que me gustaría que los ideólogos y promotores de este singular ejercicio de revisitación del horror pudieran explicar qué beneficios colectivos aporta toda esta traslación de penas y espantos, además de saber que unos españoles siguen viviendo con odio. Pero si entendemos ese odio que hemos ayudado a difundir, también deberíamos entender que otros descendientes de otras víctimas diferentes sigan sintiendo odio hacia otros españoles. Pero en mi opinión, fomentar el sostenimiento del odio es una ocurrencia suicida. No obstante estaré encantado de que alguien nos explique cómo los odios del pasado y del rabioso presente nos ayudan a construir nuestro futuro.
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