El pan

El pan

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22:28 • 02 mar. 2013

Para un trozo de pan que uno se va comer…! Exclama el viejo boxeador, cada vez que lo encuentro, escarmentado de la vida y descreído por la inutilidad de nuestros esfuerzos y su improbable recompensa.


    Harina, agua y sal. Amasar con las manos  hasta que el engrudo va adquiriendo consistencia. Esta y no otra es la fórmula de una receta sencilla, pero tan principal a nuestra historia, que cualquier otro suceso o acontecimiento palidece como los fogonazos de una moda pasajera que no resistiría la primera comparación. Entre los grumos de la harina blanca, cabe nuestra vida y todas las vidas, el tiempo que las describe y el mismo tiempo que servirá para concluirlas. 


    Antes de entrar en esta modernidad insípida, el humo de los hornos de las panaderías perfumaba el aire joven de la madrugada y la fragancia del alimento recorría las calles anunciando el día. El olor al pan recién hecho es un gozo, un remanso olvidado que aún consuela si somos capaces de recordarlo, que nos deja abatido cuando nos llevamos a la boca este pan infecto, fruto mecánico y ardid tecnológico, nacido de la congelación y la producción ordinaria y en serie de las fabricas panificadoras, que lo mismo hacen pan que ya puestos tornillos. 




    La degradación de un alimento tan sustancial, la progresiva falta de calidad pese a su encarecimiento, su tratamiento como basura de tercer orden que no sirve ni para el reciclaje, la precipitación o el desafecto para elaborarlo y la prisa como argumento supremo, han llegado al pan y a las panadería como una maldición, como una mala receta que nadie debería de poner en práctica, pero que todos suscriben.


   Adscritos como estamos a una época vergonzosa, el pan malo, no  sólo es un síntoma más entre las señales y alertas de riesgo que nos rodea, hay en esta involución un atisbo inquietante de hasta dónde podemos llegar, si hemos sido capaces de hacer algo tan nefasto con la barra de pan común. Quiere esto decir que aún no conocemos nuestros límites, que podemos seguir envenenándonos y tratarnos como apestados, acogernos a las opciones tóxicas y no a las que generan salud y bienestar, maltratar el paladar y nuestro estómago con una despreocupación que no conocen ni los animales carroñeros. Y si después de todo o pese a todo, lo único que nos queda es comernos un trozo de pan, como dice mi amigo el viejo boxeador. ¿No es una pena que no se lo pueda uno ni echar a la boca?  






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