Conozco a muchos responsables públicos que se afrentan, y con razón, cuando las encuestas publicadas dan carta de naturaleza al perverso discurso que iguala a todos los políticos en niveles de villanía, egoísmo y propensión al delito. En más de una ocasión he mostrado mi rechazo a esa idea tan establecida de que todos los políticos son semejantes unos a otros, pues creo que nos sitúa en un peligroso escenario, propio de sociedades que adolecen de subdesarrollo democrático, que suele ser el preludio de la irrupción de fenómenos populistas a mitad de camino entre el gilismo marbellí y el taxidermismo bolivariano de Caracas. Y si lo que tenemos no es bueno, lo que podría venir asusta aún más. Pero lo cierto es que la política española es inagotable a la hora de surtir de sólidos argumentos a los profetas del fin del modelo establecido. Y es que mientras no se cambie el marco legal que permita que unos granujas puedan torcer la voluntad expresada en las urnas para dar auténticos golpes de Estado municipal tan perfectamente legales como el que acabamos de ver en Ponferrada, las encuestas seguirán aumentando las distancias entre ciudadanos y dirigentes. Y no es una cuestión de siglas; es una cuestión de naturaleza humana. Igual que no todo el mundo vale para el crimen, no todo el mundo tiene el estómago necesario para predicar una cosa y hacer justo la contraria sin que se le mude el color del rostro. La política española no puede seguir siendo un deporte de caballeros jugado por rufianes, como le pasa al fútbol cuando se le compara con el rugby, porque al final ese barro nos acabará ahogando a todos.
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