Cuenta la leyenda que en aquel mediodía de mediados del siglo XVII la disciplina militar de la comisión de los jesuitas había sido derrotada por la ventisca permanente de la noche anterior y cuando el superior llegó a la sala capitular de la Abadía, los representantes de las demás órdenes religiosas llevaban ya varias horas esperando. Agustinos, franciscanos, salesianos, marianistas, carmelitas, dominicos, benedictinos… ocupaban sentados los bancos de madera en medio del gélido desasosiego de la discrepancia.
Tras el anuncio de su llegada por el hermano portero, el abad se había apresurado a acompañarlo desde la entrada y a través de los claustros hasta la sala capitular. Fue entonces cuando se dió cuenta que el espacio donde se situaba la cabecera de la reunión estaba ocupado.
-Disculpe su eminencia, pero su retraso nos ha obligado a empezar la reunión sin su presencia y ya no podrá estar en la presidencia.
-No se preocupe hermano- le respondió el jesuita con sincera benevolencia-. Donde yo esté, está la presidencia.
El motivo de aquel cónclave en medio de las montañas era valorar la adecuación a la Norma de si durante el rezo los fieles podían fumar. Los franciscanos, siempre tolerantes, no lo consideraban una actitud cercana al pecado; en el otro lado de la amplia mesa rectangular, los dominicos, promotores de la ortodoxia y guardianes de la Inquisición, lo consideraban sacrílego. Las horas pasaban sin alcanzar ningún acuerdo en medio de la posición matizada de los demás asistentes a favor de una u otra postura y la mirada atentamente reflexiva del representante de la Compañía de Jesús.
Tras dos días de interminables discusiones, el jesuita pidió la palabra.
– Queridos hermanos- dijo mientras entrelazaba las manos sobre el hábito negro-, llevamos dos largas jornadas sin alcanzar ningún acuerdo sobre si es pecado o no fumar mientras se reza. Yo os propongo cambiar la discusión: si la matemática nos ha ensañado que el orden de los factores no altera el producto, ¿por qué no cambiamos la pregunta y nos planteamos si es pecado o no rezar mientras se fuma?
A los pocos minutos, de las viejas chimeneas de la cocina del monasterio salía el humo blanco del acuerdo.
HE RECURRIDO a este paisaje de la leyenda porque creo que refleja con nitidez franciscana dos de las principales características que definen a un jesuita: la soberbia intelectual y el pragmatismo razonante.
Y son sobre esos dos pilares sobre los que se asienta gran parte de las esperanzas (para muchos católicos) y de las expectativas (para muchos agnósticos o ateos) suscitadas por la elección del nuevo Papa. Que sea el primer Pontífice no europeo y el primer Papa jesuita son circunstancias atrayentes en un personaje que nunca propiciará recorrer un camino distante de sus antecesores, pero sí podría (¿Puede? está por ver: el poder de la curia vaticana es intocable por insaciable), podría, digo, introducir cambios en una estructura cuya caducidad sólo discuten quienes viven de ella.
Las luces y las sombras de dos mil años de historia pesan tanto que cualquier modificación, por sutil que sea, se antoja sometida a un camino lleno de dificultades. El Papa Francisco tiene ciertamente ante sí una agenda de reflexión y trabajo tan cargada como irremediable. Cargada porque son muchos los capítulos abiertos en el seno de las institución; irremediable porque la lejanía vaticana del mundo moderno es tan abrumadora que la persistencia inquebrantable en algunos de sus postulados hace crecer la convicción de que su reino no es de este mundo.
Gonzalo Hernandez Guarch y Fausto Romero publicaron en este periódico antes y después de la fumata blanca-cada uno desde su posición: agnóstico el primero, creyente el segundo-, un catálogo de los cambios necesarios en la Iglesia Romana. Algunas de sus posiciones pueden ser compartidas, o no, pero hay una, la consideración de la mujer como un ser inferior dentro de las estructuras de poder, que, por discriminadora, injusta e improductiva, merece el calificativo de intolerable. No es razonable ni justa ni sensata su marginación. Sólo la intolerancia puede marginar el cincuenta por ciento de la inteligencia de la humanidad.
Desde la ortodoxia integrista podrá alegarse en contra de esta afirmación la entronización permanente de la figura de la Virgen o el trabajo asistencial o docente que las religiosas realizan. Es cierto. Tanto como sostener que su consideración continúa siendo secundaria.
Para defender esta percepción no hay que viajar hasta la Capilla Sixtina para ver que los 115 electores de Francisco son todos hombres; o que solo hay obispos; o sólo sacerdotes. Podemos viajar a territorios más cercanos.
Hace unos años asistí a la consagración del altar de una iglesia de la provincia que había sido sometida a una importante obra de rehabilitación en su estructura. La ceremonia fue un discurso estético de gran belleza, como correspondía a un acto tan importante para la parroquia y a una misa concelebrada por numerosos sacerdotes presididos por el Obispo.
Todo fue perfecto. El recogimiento de los fieles en aquel templo abarrotado, la emoción de los vecinos que tuvieron que seguir desde la plaza la ceremonia, la homilía generosa en tiempo y contenido del Obispo, el sonido de los cantos litúrgicos del coro. La Iglesia domina desde siglos la escenografía con perfección admirable así en el cielo del Vaticano como en la tierra de la iglesia del pueblo más perdido del mundo.
La sorpresa surgió cuando, una vez terminada la ceremonia, tres monjas se acercaron al altar con sus hábitos resguardados de las manchas por mandiles y comenzaron a limpiar con manos amorosas aquella superficie ya sagrada sobre la que durante la misa se habían ido depositando los óleos según el rito litúrgico de su consagración.
Fue entonces cuando Carmen, con apenas doce años, me preguntó con la calidez de la inocencia:
- Papá, ¿es que las mujeres en la iglesia solo están para limpiar?
No supe responderle.
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