A los publicistas y escenógrafos del PP les debe parecer muy moderno organizar esas charlas "informales" en cafeterías para "acercarse" a los ciudadanos. La precipitación en montar sus propias performances hosteleras les ha jugado una mala pasada: a la gente le gusta hablar de política en las tabernas, pero no quedarse callada mientras otros le dan la murga, por lo que lo ocurrido en la cafetería del barrio de Salamanca donde María Dolores de Cospedal pronunció, retrepada en un taburete para darle el grado de informalidad y cercanía convenientes, uno de sus parlamentos más sonrojantes, no es ni homologable ni exportable. Puede discutirse, sin duda, la pertinencia de los escraches, pero donde no puede discutirse, porque no hay opiniones diversas o enfrentadas, es en las elegantes cafeterías donde los propagandistas de Génova sientan sobre taburetes a los directivos de la casa: todos son del PP. ¿Qué van a discutir, si todos están en la misma onda? En ese teatrillo un poco cine-club, un poco catequesis, no puede reproducirse la libérrima dialéctica política de los bares normales, donde, como se sabe, van criaturas de todo pelaje ideológico y del más variado credo y condición. En un bar normal, con su bullicio y sus cosas, María Dolores de Cospedal habría podido, por la libertad que en ellos reina, llamar nazis a los desahuciados que se manifiestan ante los portales de los políticos de la mayoría absolutísima, a diferencia de lo ocurrido en su cafetería, alguien le habría replicado o incluso llamado la atención. Porque la libertad, incluso la de los bares, tiene sus límites, y no se puede, por ejemplo, faltar. En todo caso, o Cospedal no tiene ni idea de lo que es el nazismo, o se vino demasiado arriba en aquella comunión cafeteril de adhesiones inquebrantables.
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