Coincidiendo con la celebración del Día del Libro y toda su hojarasca editorial, recibo sugerencias (en algunos casos con tono ciertamente prescriptivo) acerca de las ilimitadas bondades de los nuevos y asombrosos dispositivos de lectura digital, libros electrónicos, ebúks, o como diantres se llamen. No tengo nada en contra de todos estos dispositivos, capaces de comprimir y almacenar en la palma de la mano la historia universal de la literatura clasificada por géneros y hasta la del enciclopedismo entero; todo lo contrario. Parece ser que esta modalidad de lectura en la pantalla líquida atrae con rapidez a muchos lectores jóvenes que, acostumbrados a delimitar sus emociones en los rectángulos mínimos de sus herramientas electrónicas, no acaban de encontrar atractiva, a diferencia de los lectores clásicos, la aportación sensorial de peso, sonido y olor que supone siempre un libro de papel. Bienvenida sea, por tanto, la hibridación de los sistemas de lectura si de este modo se amplía el número de lectores. Por mi parte, aunque sospecho que acabaré haciendo más pronto que tarde alguna excursión en el todavía desconocido mundo de las páginas inexistentes, no puedo dejar de pensar, como decía Borges, que el paraíso es siempre algún tipo de biblioteca. Pero apreciar la arquitectura de lomos, anaqueles y baldas con la que hemos construido el índice de nuestros afectos y emociones no está necesariamente reñido con la aparición de estos nuevos métodos de publicación en los que, exactamente igual que en tiempos de Gutenberg, lo que verdaderamente importa es lo escrito; no el modo en que haya sido leído.
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