La apreciación me llegó desde la elaboración de una memoria informativa. Quien la recopilaba buceaba en la hemeroteca histórica de este periódico y encontró, entre el ocre desvaído de aquellas páginas de hace veinte años y la textura aun fresca de estos días, la huella modificadora del tiempo.
-Te has dado cuenta-me dijo- cómo ahora el espacio que dedica La Voz a la política es menor que el que dedicaba en los primeros noventa.
La percepción me sorprendió. Cómo era posible que en una época en que la política había alcanzado su mayor punto de ebullición desde la transición, un periódico de provincias hubiese reducido el espacio dedicado a ella.
Pero, como sucede siempre, tras la sorpresa de la apreciación apresurada se encuentra la causa de aquella aparente contradicción: Este periódico dedica ahora menos espacio a las cosas de la política porque se ocupa más de la política de las cosas.
En la prehistoria democrática los perfiles personales de los políticos solapaban informativamente la ausencia de discurso en sus protagonistas. Sabían lo que no querían, pero no tenían la certeza (razonada y, por tanto, posible) de hacia dónde querían caminar. El voluntarismo era el componente de más peso en su mochila y la retórica emocional el papel brillante y vibrante que la envolvía. La oscuridad de la noche autoritaria daba paso a las luces de la democrática y, en su esplendor, los personajes y los partidos, tan desconocidos, ocupaban el foco mediático.
En una serie de entrevistas que publiqué en este periódico con los representantes democráticos almerienses en la primera legislatura del 77, recuerdo cómo lo que más interesaba (y le interesaba a mi director) era conocer quiénes eran Juan Antonio Gomez Angulo, Joaquín Navarro Esteban, Virtudes Castro, Jesús Durbán, Manuel Oña o Bartolomé Zamora; nombres que una mañana aparecieron en los carteles electorales acompañados por las siglas de UCD o PSOE, unos hombres y una mujer desconocidos (lo que más se sabía era la pertenencia de algunos a alguna de las familias tradicionales de la capital) a los que les unía la ilusión por adentrase en un territorio que se presentía pantanoso pero en el que iban a cultivar la cosecha esperanzada de la libertad secuestrada tras años y siglos de autoritarismo.
Treinta y seis años después los políticos continúan siendo casi tan desconocidos como antes. Muy pocos (seamos ingenuamente generosos) se saben los nombres de los doce parlamentarios andaluces, de los diez nacionales (no les pregunto por las dos senadoras de designación autonómica; saberlo sería para nota), o de los 27 diputados provinciales que nos representan. Como mucho conocemos a los que los lideran (y los incluyen como acompañantes disciplinados de candidatura) y a quienes, de verdad, mandan.
Lo que sí ha cambiado ha sido el discurso.
Más allá del argumentario semanal de frases y estrategias precocinadas, cuando hablas con ellos en un escenario de neutralidad razonante se percibe una ocupación (o preocupación) mayor por la gestión de los problemas que por la pirotecnia partidista.
Cuando Gabriel Amat o a José Luis Sánchez Teruel no juegan en el campo tribal del partidismo el tiempo que dedican en una conversación a la política de las cosas y no a las cosas de la política es notablemente mayor.
A Amat y a Teruel, en la cercanía, lo que les interesa es la salida de la crisis, las autovías con Málaga o del Almanzora, la balsa del Sapo, la utilización del Gas, la concentración de la oferta agraria o los desahucios. Afortunadamente no están solos. Otros les acompañan o les han acompañado en esta predilección. Charlar con Martin Soler, consejero de entonces, o con Rafael Hernando, vice portavoz nacional de ahora, suponía y supone recorrer los problemas de la provincia desde un conocimiento excelente.
Lo que ahora interesa cada vez más a los ciudadanos no es lo que pasa, sino lo que nos pasa. Los sermones incendiarios han encontrado acomodo en las trincheras de la TDT, una jaula de gatos que sirve de abrevadero para los hermanos de las cofradías de apocalípticos o integrados que cada noche piden papeleta de sitio para procesionar su fe pro o antigubernamental. (Por cierto: sólo he oído a un tertuliano decir que no sabía de muchos temas, pero del que ese día iban a hablar…tampoco. Fue Carlos Santos, el almeriense que dirigió este periódico en los mediados 80. Todavía no me he encontrado a nadie que me explique cómo son capaces de saber todos de todo).
Sólo hay que esperar que el griterío no contagie más de lo inevitable a quienes están obligados a resolver los problemas de los ciudadanos. Entre los políticos almerienses existe en los últimos meses la tentación por abandonarse al ruido. Ojalá no caigan en ella y se preocupen de la política de las cosas y no de las cosas de la política.
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