Ácido

Ácido

Juan Manuel Gil
23:52 • 14 may. 2013

Hace una semana entré en una ferretería. Pequeña. Casi diminuta. Casi invisible. Con  apariencia de ferretería de barrio. Tras un mostrador de madera, un hombre, con cierto parecido a mi padre, contaba tornillos dejándolos caer en una página arrancada de alguna revista. Saludé y le pedí lo que necesitaba. Busco algún producto que desatasque un fregadero. Él siguió contando hasta alcanzar la cifra de cincuenta tornillos. Ni antes ni después. Cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve y cincuenta. Tengo un producto que es muy efectivo. Pero requiere toda la precaución del mundo. Le pregunté por qué y me explicó que un setenta y cinco por ciento de lo que había en el interior de la botella era ácido sulfúrico y que al contacto con el agua se convertía en una sustancia dramáticamente abrasiva. Eso dijo: dramáticamente. Mientras me devolvía el cambio me aseguró que esa sustancia, aplicándola de forma correcta, hacía su trabajo. También dijo eso: hace su trabajo. Así que nada más abandonar la ferretería supe que no dejaría caer el producto por el sumidero. Lo supe al instante. Incluso quizá también lo supo el hombre desde el otro lado del mostrador. Tuve la certeza de que me faltaría esa dosis de valor necesaria para buscar unos guantes y una mascarilla, secar bien el fregadero, abrir cuidadosamente la botella y derramarla con delicadeza por el desagüe. Y todo eso a pesar de que la idea me fascinaba. Asistir a esa especie de ceremonia dramáticamente abrasiva. El líquido arañando las tuberías, arrastrando la mierda, sacrificando el poco o mucho esmalte, diluyendo la grasa, mordiendo los codos de cobre, moliendo el sarro, triturando el miedo, desintegrando la paciencia e incinerando la cobardía. Todo reducido a gas tóxico. Las ventanas abiertas de par en par. Durante tres, cuatro o cinco horas. Durante días o semanas. Y yo allí, al otro lado de la puerta, esperando, seguro de haber hecho justo lo que tenia que hacer: otra vez el agua haciendo nuevo todo lo que toca.


Guardo la botella alejada del resto de productos de limpieza, no he olvidado ni un solo día que está ahí y me repito en voz alta la razón por la que la compré. Ahora cuento tornillos. Treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres. Es cuestión de llegar a cincuenta y tumbar la botella muy despacio.  







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