Debo decir que encontré a Mariano Rajoy casi eufórico. Suponiendo, claro, que tan vital actitud quepa en las premisas existenciales del presidente. Fue con motivo de la presentación de la aún no nacida Ley de Emprendedores en La Moncloa, ante unos cuarenta emprendedores, entre los que fui invitado, quizá como responsable de un programa periodístico dirigido a este sector.
No es que Rajoy dijese algo radicalmente nuevo sobre la situación económica, ni tampoco que propiciase anuncios demasiado esperanzadores, no. El jefe del Gobierno es frío como un pez, y me da la impresión -no se deja conocer bien, como usted, amable lector, seguro que ya ha intuido- de que mantiene la impasibilidad tanto en la fortuna como ante la adversidad. Pero quienes aspiramos a ´marianólogos´ queremos guiarnos por signos tal vez erróneos, acaso casi imperceptibles.
El caso es que Mariano Rajoy, terminado su discurso emprendedor -una ley incompleta, pero que abre expectativas, confío-, invirtió la media hora siguiente en departir con los emprendedores que por allí andaban, empeñados, los más de ellos, en hacerse una foto a través del teléfono móvil con el presidente. Cierto que Rajoy siempre accede, con gesto entre resignado y quién sabe si divertido, a este tipo de cosas. Pero este martes caluroso de junio -nos tuvieron, a los pobres emprendedores, tres cuartos de hora al sol en los terrenos monclovitas- me dio la impresión, que otros compartieron, de que el Rajoy más animado estaba entre nosotros.
Puede que las cosas vayan bien con Rubalcaba, con quien se encontrará nuevamente -nuevamente- en breve; puede que las cifras macroeconómicas no estén resultando tan catastróficas -y eso que las actuaciones de Draghi hacen subir la prima de riesgo y bajar los valores de Bolsa--. Puede, incluso, que el presidente se sienta optimista ante lo que pueda ocurrir en la próxima ´cumbre´ comunitaria, a la que acudirá acompañado por el respaldo de la oposición.
Hasta puede que ande momentáneamente distraído de la pesadilla de los sobresueldos, corruptelas y dislates que han cometido, o cometen, algunos en su entorno. O que se sienta fortalecido por la debilidad creciente de un Artur Mas que evidencia que ha llegado a su límite de incompetencia y que se va a ver forzado a dar marcha atrás. Casi nunca existe una sola razón que justifique nuestros estados de ánimo.
Es el caso que, me cuentan sus próximos, el presidente está convencido de que lo está haciendo bien, de que sus recetas son las adecuadas y de que los efectos benéficos se notarán en breve. Lo más peligroso, para mí, es la conclusión que a continuación saca: si todo va bien ¿para qué cambiar algo? Y ahí es donde puede marchitarse el brote verde rajoyano que algunos, por el bien de todos, queremos algunas veces entrever. Pues claro que hay que cambiar cosas. Muchas.
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