Hoy saldrá del Consejo de Ministros la pomposamente llamada por los más forofos Reforma del Estado, conocida como Reforma de la Administración y que, en realidad, se ha quedado en una Reformita.
Aquí sí que me hubiera gustado ver al ministro Wert pisando el callo de las diputaciones provinciales, poniendo coto al déficit de las televisiones públicas y provocando un alud de protestas de los profesionales del sillón político, que llevan tanto años subiendo y bajando del coche oficial que apenas compran zapatos, porque no se les desgastan las suelas.
Pero nuestro Presidente ha entrado de puntillas en la jungla burocrática y ha decidido vender inmuebles y suplicar a las autonomías que sean buenas, que es como pedirle a una adolescente que se comporte como un contable maduro. Ciento veinte recomendaciones a esos engordados entes autonómicos que repiten, dirección general por dirección general, el mismo organigrama del Estado.
Ciento veinte invocaciones y ruegos a los reyes taifas, a la nobleza territorial, o sea, ciento veinte brindis al sol que más nos calienta los bolsillos. Y, luego, en lo poco que ya administra el Gobierno central, ahorrar en sellos y utilizar correos electrónicos que son más baratos, o intentar que la limpieza de los ministerios no la hagan cincuenta empresas.
España cada vez se parece más a la Edad Media, con un rey que reina protocolariamente, pero no manda, y unos nobles repartidos por el territorio, cada uno celoso de sus fueros.
En esa etapa España no existía y, si seguimos por los caminos medrosos del aplazamiento y la componenda, es probable que deje de existir.
También es verdad que ningún presidente anterior se atrevió a tanto, es cierto, pero es tan poco, tan poco... Y en cuanto esto remonte, que ojalá sea pronto, volverán los coches oficiales a los aparcamientos oficiales sus ruedas a posar. ¡Ay, Bécquer!
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