Hace unos días leí una entrevista con Ellen Goodman, premio Pulitzer, en la que la escritora americana dividía en dos a los periodistas: los que cuentan qué pasa y los que explican lo que significa lo que pasa.
Yo me atrevería a añadir a esta división una tercera coordenada: los que cuentan lo que nos pasa.
Creo que Goodman describe, más que una realidad, un deseo; al menos en lo que respecto al periodismo español en los últimos años.
Un análisis desapasionado de cómo se comportan los medios de comunicación nacionales (los regionales y locales son otra cosa) provoca la convicción de que en el siglo XXI el clima que se percibe en los grandes medios generalistas nacionales, en las homilías televisivas y en los púlpitos radiofónicos, es el de un periodismo más cercano en su comportamiento al del siglo XIX y principio del siglo XX.
No sé si han visto la película ‘La verdad sobre el caso Savolta’. Fue dirigida por Antonio Drove en 1980 y en su trama, que gira en torno a las revueltas entre pistoleros anarquistas y sicarios pagados por la patronal en la Cataluña de los años 20, aparece un personaje (magistralmente interpretado por José Luis López Vázquez); un periodista que firmaba con el seudónimo de ‘Pajarito de Soto’, un quijote de pluma en ristre que pretendía, desde su honestidad indestructible, cambiar aquella realidad opresora para los más desfavorecidos.
Casi cien años después, en el periodismo español hay muchos aspirantes a ser Pajaritos de Soto, pero no desde el compromiso con la sociedad, sino con una ambición revestida de cinismo que les sitúa en la orilla contraria a la que el novelista Eduardo Mendoza situaba a su personaje.
La obsesión de esos medios no es contar la realidad -como sería su obligación ética y profesional-, sino cambiarla. Lo importante no es contar lo que sucedió o sucede, sino hacer de lo ocurrido un relato que favorezca los intereses económicos, personales y de poder que se agazapan detrás de los intereses de un consejo de administración o de la megalomanía patológica de los iluminatis (una secta que cada vez tiene más adeptos entre directores auto envestidos de la misión de cambiar el mundo, militantes de la hermandad de la columna y feligreses de la cofradía de la tertulia de la adoración nocturna).
Los grandes medios de España se alejan así de ejercer su principal función social, que no es otra que la de contar la verdad y, a través de ese instrumento, facilitar a la sociedad los recursos argumentales necesarios para ejercer el contra poder que coarte la tentación inevitable en las instituciones de comportarse de manera abusiva.
Dice el escritor Miguel Naveros que a mediados del siglo pasado un familiar suyo definió Madrid -después de un viaje de varios meses en los que compatibilizó sus conversaciones con algunos pro-hombres de entonces con las visitas a los prostíbulos más reconocidos-, como una ciudad de embustes y escaleras.
Hoy habría que modificar la frase y, en el aspecto periodístico, se podría definir a muchos de sus medios (y sálvese el que pueda) como un coro imperfecto de embustes para ganar dinero y escaleras para trepar por los escalones del poder.
El riego de este tipo de comportamientos de trinchera es que al final la verdad y su relato periodístico acaba siendo acribillada por los que, excusándose en su búsqueda, solo quieren favorecer a quienes les financian o perjudicar a quienes no se someten a sus dictados.
Estamos en medio, no sólo en España sino en todo el mundo, de una tormenta perfecta y los que lleguen a la orilla con la dignidad profesional viva (aunque herida) habrán ganado la batalla.
Estoy convencido que el periodismo de provincias está más a la altura de las circunstancias que el de los grandes medios.
Sencillamente porque, con todos los condicionantes y con todas las heridas de una profesión y de un modelo comunicacional en crisis, intentamos contar la realidad más cercana; y esa cercanía dificulta la adulteración de los contenidos.
Sólo así puede entenderse que, según el último estudio General de Medios (EGM), LA VOZ triplique en Almería el número de lectores de ‘El País’, ‘El Mundo’, ‘ABC’ y ‘La Razón’ juntos: 94.000 lectores de LA VOZ frente a 30.000 de todos los demás. Sostenían los místicos que “nunca pasa nada y, si pasa, no pasa nada”. La frase es tan bella como equivocada.
Sí pasan cosas y lo que pasa hay que contarlo. Ningún medio, ningún periodista cuenta siempre la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Pero nuestra obligación es contarla desde la playa más cercana a la verdad, no desde el mar turbio de los intereses creados.
Ese es el reto y por eso estamos aquí.
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