Hace unos días recordaba aquí el cruce epistolar entre Robert Louis Stevenson y su editor cuando éste reclamaba al escritor, instalado ya en una remota isla del Pacífico, la conclusión urgente de una obra.
Es de suponer que el escritor, repuesto y consolado de su bruma natal escocesa por la placidez y la calma de la vida isleña, respondió a su oficina con un dicho tahitiano que –supongo- debió provocar el berrinche del editor: “El coral aumenta, la palmera crece, pero el hombre se va”.
Ya digo que retomaba este episodio hace unos días –no recuerdo ahora bien para qué- pero si vuelvo a esta anécdota es para afirmar tajantemente que Stevenson jamás conoció a un almeriense.
Si el autor de “La isla del Tesoro” hubiera escogido las playas de Almería para curarse las melancolías y los fríos, me temo que la historia universal de la literatura sería diferente, ya que su percepción del sentido trascendente de la naturaleza y su relación con la presencia humana no habría estado marcada por la hermosa tradición oral maorí, sino por la desoladora constatación de la pésima relación que el almeriense medio tiene con su entorno litoral.
No hablo ahora de delincuencias urbanísticas o algarrobazos inmobiliarios, sino de la fastidiosa manía de dejar la playa hecha un asco después de pasar el día en ella.
No hay playa almeriense en la que, a pesar de los esfuerzos de los servicios de limpieza, no haya un rincón con constancia del vivaqueo de un grupo de cafres.
Ya sé que el castigo físico es abominable en cualquier caso pero admito que, en ocasiones, viendo el resultado del desentendimiento de esta gentuza, pienso en las virtudes del zurriagazo como elemento de educación medioambiental.
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