El todavía presidente de Andalucía, José Antonio Griñán, se había trazado, con ayuda de Susana Díaz, un plan de retirada que está cumpliendo con la precisión de un reloj suizo. Lo que hace poco más de un mes fue el anuncio de no presentarse a las próximas elecciones se ha convertido, tras unas primarias exprés, en un precipitado abandono del Gobierno. Dicen sus detractores que le quiere ganar la carrera a la juez Alaya; que quiere irse antes de que el interventor de la Junta ratifique en sede judicial sus declaraciones, en las que contaban que en múltiples ocasiones le envió informes a Griñán denunciando el procedimiento administrativo del pago de los falsos ERE.
Dicen también que no está dispuesto a soportar una imputación al frente de la Junta y que prefiere ser nombrado senador para seguir aforado. Lo cierto es que todo el entramado del mayor escándalo de corrupción en Andalucía se gestó en la etapa de su antecesor Manuel Chaves y de su antecesora en la consejería de Trabajo, Magdalena Álvarez. Tal vez por eso, tras una amistad de treinta años con Chaves, ahora sólo se saludan en los actos oficiales. Ha querido dejar de sucesora a una mujer del aparato; tan del aparato que manejarlo es lo que mejor sabe hacer. Ella misma lo dijo tras ser elegida por los suyos "para alguien que considera al Partido su familia, algo así es muy grande, muy grande". Lo malo será si el cargo de presidente también le queda grande. Veremos, porque una cosa es maniobrar en la sede del PSOE-A y otra gestionar Andalucía.
Bien es verdad que para gobernar con Izquierda Unida hay que saber latín. Son eficaces y correosos, pero sobre todo, quieren sacar ventajas políticas al hecho de tragarse el escándalo de los ERE. Sólo una generación limpia de polvo y paja como la de Susana Díaz y la gente que la va a acompañar en la gestión se librará del peaje.
Hay que recordar que Griñán perdió las elecciones. Fue IU quien impidió que Javier Arenas, tan salpicado ahora por el otro escándalo, el de la Gürtel/Bárcenas/PP, lograra hacerse con el poder.
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