Era una tarde de un cielo hermoso como un río y las nubes iban de un lado a otro, parecía que una corriente las desplazara sin ningún orden ni propósito. Aquella corriente secreta esculpía entre las nubes imágenes con trazos infantiles y dulces: primero vi un caballo que tenía alas, también un pequeños barco de vapor y después muchos zapatos de los que salían nubes rojas que representaban la sangre, fue justo en ese instante cuando pasó todo y el tren descarriló, y yo maté a toda aquella gente inocente.
El juez preguntó si había tomado alguna droga durante el trabajo o las horas anteriores de empezar mi jornada, incluso si lo había hecho días atrás, yo le dije que no, que nunca tomo nada y tampoco alcohol. También quiso saber si tenía problemas graves de salud o familiares que me impidieran concentrarme en el trabajo y yo le respondí una vez más que no, que ese no era mi caso. Una mujer que estaba al lado del juez, insistió en la gravedad de lo que había pasado y quiso saber si yo tenía conciencia del número de personas que habían muerto y las que seguían heridas en los hospitales. Murmuraron entre ellos, creyendo que yo no les oía, pero hablaban de la necesidad de ser reconocido por un psiquiatra que determinará mi cordura o lo contrario. A un gesto del juez la pareja de la policía que me había traído esposado, pidieron que los acompañara para regresar a la habitación en el hospital donde permanecía detenido y bajo observación médica. En la puerta de mi habitación siempre había un par de policías que no permitían que nadie mi visitara, a excepción de un abogado que los compañeros del sindicato habían buscado para mi defensa.
Llevaba dos días allí y no había podido dormir ni un minuto, estaba atormentado por sentirme un criminal. A la segunda noche pedí a la enfermera que me diera algo para descansar, y ella trajo un vaso de agua y dos pastillas de un color rojo intenso igual que la sangre seca.
Las puse en mi mano temblorosa y me las lleve a la boca, tragué agua y quise morir en ese instante, pensé que sería mejor si fuera veneno.
Casi me desvanecí sobre la cama estrecha y volví a ver aquel cielo que era como un rio hermoso, el mismo que contemple antes del accidente, pero ahora no había caballos con alas, ni barcos de vapor, solo muertos; hombres, mujeres , niños y un maquinista asustado y muerto que andaba entre todos aquellos cadáveres .
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/45904/el-maquinista