Naturalmente que me proclamo un entusiasta de Twitter. Sigo a más de un millar de personas y me siguen algunos miles, tal vez pocos en comparación con otros muchos, seguramente muchos dados mis pocos merecimientos y la escasa chispa de la que soy capaz en mis mensajes. Pero ahora que algunos, desde posiciones pretendidamente intelectuales, abominan de ella, pienso que esta red social -y otras, claro, aunque alguna necesite una revisión_ es un inmenso avance en lo que significa de espacio de libertad y comunicación. Su éxito es, por supuesto, muy merecido. Por eso mismo, me duele que algunos desaprensivos, de esos que hacen un culto del mal gusto, ensucien esta magnífica autopista de información y diálogo, aunque sea un diálogo en apenas ciento cuarenta caracteres. Lo digo, ahora, por el -caso Cristina Cifuentes-. Pero hay muchos más.
Lo de Cristina Cifuentes, la accidentada delegada del Gobierno en Madrid, a quien deseo, desde luego, una rápida recuperación, ha sido, en las manos torpes de algunos que golpean el teclado, más que escribir sobre él, lamentable. Hay quien ha aprovechado la desgraciada colisión de su moto con un automóvil, en pleno centro de Madrid, para hacer gracietas sin gracia alguna, o para arrimar el ascua a quién sabe qué otra sardina política o, simplemente, para denigrar su figura, con la que algunos, muy legítimamente, no están políticamente de acuerdo. Triste episodio el de estos cafres -perdón: así los percibo-
La verdad es que yo mismo he sido víctima de la desmesura, de la calumnia y de las amenazas tuiteras. Creo que la abrumadora mayoría de usuarios de las redes deben ser la primera interesada en excluir, por la vía del silencio y del desprecio, a los energúmenos que todo lo destrozan a su paso. Todo eso, lo bueno y lo malo, es posible en ciento cuarenta caracteres.
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