Si afirmara que el Fiscal General del Estado, Torres Dulce, me cae de cine, no sólo estaría exagerando, sino que se creería, y con razón, que estoy construyendo un juego de palabras facilón, dada la conocida afición cinematográfica del susodicho.
Pero, sin llegar a la hipérbole, es cierto que aprecio signos de libertad y desenvoltura en un cargo en el que muchos de sus predecesores mostraron tal actitud de servilismo ante los gobiernos respectivos, que parecían soldados en primer tiempo de saludo, y no quiero citar a nadie porque la caridad también debe formar parte de las opciones de un periodista y de un escritor.
Me alegra que en la apertura del Año Judicial haya hecho mención, no sólo a la corrupción pública, sino a la privada, recordando a todo ese colectivo sacamantecas, que arruinaron entidades de ahorro y crédito, mientras se llenaban los bolsillo con sueldos millonarios, indemnizaciones delirantes y planes de pensiones jamás soñadas por un ciudadano.
Eso es relevante, y ha sido oportuno que lo sacara a colación. Porque los corruptos no caen del cielo, y esos casi cuatro mil españoles, que seguían cobrando ayudas de familiares ya fallecidos, ¿qué habrían hecho en una junta de calificación urbanística? Esos ciudadanos que se indignan ante la corrupción y pasan la cuenta de un taxi particular a la empresa ¿qué harían si pudieran pasar la factura de las comilonas a cargo del sindicato? Y esa admininistrativa, casi ejemplar, que se indigna, y con razón, ante esos abusos ¿se da cuenta de que hacer llamadas internacionales desde el teléfono de la empresa o del ministerio, al niño que hace el erasmus en un país de la Unión Europea, es una corruptela?
Nunca hay grandes corruptores sin un caldo de cultivo, sin un ambiente, sin una cierta permisividad moral colectiva.
Y eso, que es muy amargo, no lo puede decir Torres Dulce, pero lo sabemos muchos, y es lo que, al final, produce los Bárcenas, los Eres, los pujoles, los sindicatos de foie y langostino.
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