Cuantos, asumiendo con sentido deportivo el desgaste del señalamiento, hemos visto en el llamado discurso políticamente correcto una ocurrencia tan innecesaria como sectaria, vemos que el paso del tiempo y de los hechos acaba cargando de razón los argumentos contrarios a toda esta desvergonzada impostura. No sé si se han enterado, pero hay una mujer, Mercedes Alaya, a la que determinados sectores furibundos la han acusado de ir arreglada por las mañanas a su trabajo y hasta de ser fea. Que la protagonista del escarnio sea juez en Sevilla ahora es lo de menos. Que sus investigaciones estén poniendo al descubierto la mamandurria y el desahogo de la cleptocracia institucional y sindical andaluza es ahora irrelevante.
Me fijo en el estruendoso silencio con el que los deontólogos y deontólogas de guardia han reaccionado ante una campaña de menosprecio que, de entrada, habría recibido el genérico y polivalente marchamo de “machista” que, sin duda, se habría producido de invertirse la polaridad de la situación. Es decir, que si alguien ajeno a la burbuja de la pluscuamperfección progresista hubiese tenido el atrevimiento de decirle a una “luchadora por los derechos civiles” o a otra mujer “de contrastado compromiso feminista” todas esas lindezas, la reacción de la progresía habría sido tan feroz como unánime: desde el “cordón sanitario” a la soga de patíbulo, habríamos visto que el lazo de la vigilancia se habría estrechado en torno al atrevido o desmedido. Pero como la juez Alaya no es de las suyas, pues que le vayan dando. Por muy mujer y muy trabajadora y muy profesional y muy madre y todo lo que ustedes quieran: que le den. Si no eres de los nuestros, no hay igualdad, ni vigilancia que valga. De ahí que sostenga que toda esta pamema del discurso políticamente correcto tenga más de lo primero que de lo segundo. Nada más.
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