Sostiene Alice Munro, la nueva y flamante Nobel de Literatura, que la felicidad más constante es la curiosidad. No sé qué pensáis vosotros sobre el asunto. A mí me parece una afirmación acertadísima. Creo que la curiosidad nunca comparte cama con el óxido, la rutina, el reuma, el conformismo o el cliché. No son de la misma especie. Se repelen. Quizá ni siquiera se conozcan entre ellos. La curiosidad es hospitalaria y, a la vez, nos hace nómadas, inquietos. Nos aleja de la vida crónica. No hay coordenadas para precisar hasta donde nos empuja la curiosidad. Y eso está bien. Muy bien.
Sabrás de qué te hablo si has saltado de libro en libro o has pernoctado en alguno de ellos. Es ese mismo deseo que te condena a probar nuevas especias y viejos licores; a sembrar semillas desconocidas; a ver películas de las que todo el mundo habla; a visitar ciudades impronunciables; o a abrir las ventanas de par en par. La curiosidad se come con los dedos y está en todas partes. En el diccionario, tras las cerraduras, en los álbumes de fotos, bajo la ropa, dentro de los bolsillos, más allá de la lengua y al otro lado del espejo. Estés donde estés y mires donde mires, la curiosidad puede asomar y empezar a retorcerse como un gusano, como un signo de interrogación. ¿Y si no es lo que parece? ¿Debería entrar? ¿Quién grita? ¿Cómo termina todo esto? ¿Y si no tiene final? ¿Lo cambiará todo? ¿Seguirá la vida?
Creo que lo que más me seduce de una persona es su curiosidad y la manera en que un día decidió saciarla, hacerla tangible. La curiosidad que llevó a Philip Roth a escribir más de treinta novelas. La curiosidad que empujó a Joan Massagué a darle de hostias al cáncer. La que lleva a Andrés Iniesta a pasar el balón y que parezca que también podría hacerlo yo. Y la que hace que mi madre invente una solución cuando la cosa parece no tenerla.
Admiro profundamente la curiosidad de quienes nos enseñan, curan y ayudan. Que es la misma curiosidad de los poetas y los científicos; de los filósofos y los cocineros. La curiosidad que una vez nos hizo creer en la alquimia, en los dragones, en la eternidad, en Dulcinea del Toboso, en la Alianza de Civilizaciones, en la máquina del tiempo y en la teletransportación. La que ahora me acerca a Alice Munro. La que me lleva a escribir este artículo. La que te impulsa a leerlo o a dejarlo a la mitad.
La curiosidad que, como una especie de hilo invisible, se tensa irremediablemente entre tú y yo.
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