Supongo que de esto, también, tendrán la culpa las cuatro décadas de franquismo, pero lo cierto es que cuarenta años después de los cuarenta años parece que todavía no hemos aprendido a manejar nuestra necesaria e irrenunciable libertad con criterios razonables. Quizás sea normal que después de los efectos devastadores de un régimen como el del generalote, los españoles no hayamos sabido asumir con naturalidad el uso y disfrute de las libertades y hayamos terminado confundiendo la necesaria delimitación y extensión de los derechos con el residuo del oprobio y el encadenamiento.
Pero creo que ya ha pasado tiempo suficiente como para que sepamos calibrar hasta dónde y de qué modo hacer valer nuestros legítimos derechos. Y no parece fácil en un país en el que sus hemiciclos, tribunales y paraninfos son libérrimo escenario para algaradas y chuflas de todo tipo. En aras del derecho a la libertad de expresión se cometen con frecuencia excesos de interpretación de esa libertad en lugares especialmente sensibles al decoro y al mantenimiento de formas. Y así, apenas unos días después de que unas jóvenes creyeran transgredir modernísimamente el Congreso quedándose medio desnudas (véase “Sólo ante el streaking”, José Luis Sáenz de Heredia, Alfredo Landa,1975) para proclamar -ahí queda eso- que “el aborto es sagrado”, la Audiencia Nacional sirvió de marco para que cuarenta zangolotinos de Segi, la ilegalizada rama juvenil de Batasuna, se dedicaran a montar un numerito de globos y camisetas mientras estaban siendo juzgados.
Y todo ello sin que pasara nada. Bueno pues sí pasa. Pasa que estos espectáculos son jaleados, y aplaudidos por diputados y cargos públicos de partidos que se empeñan en confundir la libertad de expresión con el cachondeo. Y no es eso; no es eso.
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