Supongamos que estamos al lado de la mesa de unos ejecutivos, cuya empresa va mal. No sólo va mal, sino que ha tenido que despedir al 30% de la plantilla. Supongamos que por las condiciones acústicas del local te llega la conversación claramente y, aun a tu pesar, te enteras de lo que están hablando.
Y supongamos que los responsables de que esa empresa se arruine definitivamente o salga a flote, estuvieran hablando, no de la competencia, de las posibilidades del mercado, sino de sus puestos personales, de su promoción personal.
Bueno, pues no supongamos nada. El destino me llevó a la mesa de unos políticos, no muy populares, pero al menos conocidos por mí; no imprescindibles en su partido, pero con cierto peso. Yo estaba solo y, confieso, puede que me pudiera la curiosidad. A medida que avanzaba el almuerzo, me percaté de que la gran preocupación de aquellos dos eran las elecciones europeas. Si estaría bien colocado uno de ellos, y si se podría colocar en un puesto con posibilidades a un tercero, amigo de los dos. Se entrecruzaban tácticas, maniobras, posibilidades de presión.
Se calculaba cuál sería la influencia más efectiva y qué vericuetos seguir, y aparecían desconfianzas y la evidencia de que dentro de los partidos, como de cualquier otro grupo, hay capillas y peñas.
En ningún momento se refirieron a la situación económica de España, al preocupante panorama autonómico, a las perspectivas de esta sociedad de 47 millones de habitantes, ni siquiera alusión a la reforma sanitaria, la ley de educación o el frágil panorama de las pensiones.
Podrían haber sido alemanes, rusos o canadienses.Parece que entre sus preocupaciones políticas no se encontraba la sociedad que les votaba y les pagaba o, mejor dicho, sus preocupaciones políticas se constreñían a su carrera personal. Esta endogamia egoísta, arribista y trepadora me produjo una enorme desolación. Si con estos bueyes hay que arar, no nos salvan ni los ángeles de San Isidro.
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