Decretando unos servicios mínimos lo suficientemente ridículos (un docente por centro) como para que ningún padre se decida a enviar a sus hijos al colegio, la Junta de Andalucía vuelve a ponerse detrás de la pancarta para encabezar el movimiento de protesta contra la ley de reforma educativa que impulsa el Gobierno. Una vez más, el gobierno que pagamos los andaluces y que tan remolón se muestra a la hora de aportar respuestas a las necesidades cotidianas de las familias andaluzas, ha reaccionado con su acostumbrada agilidad a la hora de ejercer el papel en el que mejor se desenvuelve: el postureo. Ya lo vimos el día en que la Junta de Andalucía entró en la historia del bochorno democrático cerrando el Parlamento Andaluz para que los señores diputados del ala progre pudieran ponerse en huelga general y así cumplir la primera declaración institucional salida del bipartito (PSOE-IU): “Haremos de Despeñaperros una empalizada contra el gobierno de Rajoy”, etcétera. Y así están hoy las calles, las clases, los institutos… y también las encuestas sobre el nivel de formación de los escolares andaluces. Uno entendería los grandes gestos, las hermosas proclamas y las declaraciones trascendentes (no hay político del PSOE o de IU que no ande estos días con la vibrante defensa del modelo socialista de educación pública en la boca) si los resultados en el ejercicio de lo que predicas no te cubrieran de vergüenza año tras año. Y claro, cuando las encuestas internacionales determinan cada ejercicio que los alumnos andaluces educados por la Junta son, sin discusión, los peores formados de toda Europa, la única razón válida que uno encuentra para entender la defensa de un modelo educativo que ha acreditado su fracaso es la electoral: si con un bajo nivel de formación se obtienen suficientes votos cada cuatro años, no conviene cambiar las cosas. Andalucía, imparable.
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