Hubo un tiempo no demasiado lejano en el que Almería era conocida en el resto de España, además de por ser escenario de alguna película famosa, por la búsqueda de artefactos atómicos extraviados y por esa ocurrencia excéntrica de cultivar tomates bajo plástico, por las canciones de un almeriense que, al igual que miles de paisanos, hubo de salir de su tierra a buscar fortuna.
Gracias a él millones de españoles descubrieron a través de la radio que los almerienses vivíamos frente a un inmenso coral en forma de bahía y que las uvas que ya empezaban a dejar de embarcarse en barriles en el puerto eran en realidad luceritos desprendidos del cielo, que se iban por todo el mundo pregonando nuestro salero. Estas estrofas, que forman parte de una de sus más conocidas canciones y que yo escuchaba en casa mientras mi madre planchaba, forman parte de la banda sonora y emocional de un par de generaciones de españoles, que se dice pronto. Hoy la prensa está llena de testimonios de recuerdo y reconocimiento al intérprete de todas estas canciones y películas, que vivió cantando por medio mundo, escalando en popularidad, prestigio, éxito y ventas. Los recitales, los discos, la televisión y el cine fueron testigos del paso arrollador de este almeriense, que levantaba pasiones con una voz que llenó teatros, auditorios y plazas de toros, recogiendo siempre el cariño de un público fiel que constantemente le ha seguido. Una popularidad extraordinaria que supo administrar desde la total normalidad, sin asomarse a la tentadora borda del colorín sufragado, el docudrama en papel cuché, los platós de escandalera y otros cantos de sirenas. Los almerienses nos hemos quedado huérfanos de una voz que popularizó hasta extremos impensables hoy día la búsqueda de un modesto carro. Donde quiera que estés, muchas gracias, Manolo Escobar.
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