Siempre he denunciado que el afán de las gentes que nos gobiernan es reglamentar al máximo nuestra vida. Quizá por eso sea tan difícil mantener un carácter emprendedor en el país en el que el ‘no’ es la respuesta oficial a cualquier iniciativa que se salga de la burocracia, y tal vez por lo mismo resulta que tenemos diecisiete reglamentos de caza y otras tantas normativas para embotellar agua mineral, por poner dos ejemplos.
Si le digo a usted la verdad, no deja de pasmarme que, con la que está cayendo, el PSOE nos salga con la necesidad de sacar del Valle de los Caídos los restos de Franco; ya me dirá usted dónde estaban las manifestaciones de ciudadanos exigiendo perentoriamente al Gobierno que ponga en marcha esta medida... que, por cierto, los socialistas no adoptaron en veinte años de mandato. Por lo mismo, causa un poco de perplejidad que, como si no tuvieran otros problemas, los gobernantes autonómicos catalanes, como en otras partes hicieron antes algunos responsables municipales de otras partes, hayan encontrado tiempo para prohibir a los circos ir con animales. Llevando así al paro a los domadores, que ahora tendrán que meter la cabeza en la ventanilla de un funcionario, que es mucho más peligroso que hacerlo en las fauces de un león, y, de paso, dejando sin empleo a los elefantes, tigres, monos y hasta a los perros-clowns.
Bueno, al fin y al cabo ya prohibieron los toros, con lo fácil que era encogerse de hombros y, al que le guste la fiesta, que vaya y al que no, que se quede en casa. Resulta muy difícil superar en algo a esta España oficial llena de normas, zancadillas desde los mostradores burocráticos, reglamentismos mil, en la que hasta morirse es un acto sujeto a muy diferentes modelos tasados de ataúd). Así que, llenos de celo por la salud y bienestar de los pobres animalitos circenses, se prohíben y se acabó el problema. Y que se fastidien los de Madrid, a los que aún no se les había ocurrido tan sabia censura y aún van, los muy retrógrados, a ver el circo.
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