No le dé más vueltas: yo también pienso que esto del Halloween no es más que una majadería inexplicable que ni nos va ni nos viene. Por tanto, no busque en mí el mínimo trazo de apoyo o simpatía por este festival cadavérico y fúnebre que con tanto interés siguen los jóvenes almerienses.
Será cosa de la edad, ya digo, pero no acaba uno de ver la conexión o el enganche histórico o cultural con esta celebración, por mucho que los apóstoles de la globalización y la modernidad anden copiando de modo entusiasta las costumbres de la juventud de Milwaukee (Wisconsin). Pero dicho esto, no puedo obviar que enarbolar opiniones contrarias a esta masiva celebración es tan útil como el empeño del niño que, según contaba San Agustín, pretendía meter todo el mar en un agujero en la playa.
El santo varón intentaba explicar con esta parábola la imposibilidad que para la mente humana tenía la comprensión del misterio de la Santísima Trinidad y, francamente, creo que uno tendría más posibilidades de alojar el Mediterráneo entero en un hoyo de San Miguel que comprender las razones que llevan a personas razonables a vestir a sus hijos de cadáveres, diablos o espectros y sacarlos de paseo y fotografiarlos para festejar lo graciosos y divertidos que lucen cubiertos de sangre y vísceras. Con esto no quiero decir que no haya que hacerlo o que la gente no deba pasarlo especialmente bien con motivo de estas lúgubres fiestas y guateques. ¡Están las cosas como para cuestionar las razones para la diversión! Simplemente me limito a señalar que mientras celebraciones de raíz cultural propia pasan desapercibidas (véase la de niños que hay el Día del Pendón) algunas mamarrachadas de guardarropía copan espacios de privilegio en los afectos y costumbres del presente y, lo que es peor, del futuro. Y eso da miedito.
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