En otros países se toman muy en serio la lucha contra la corrupción. En Alemania, esta semana han sentado en el banquillo a un expresidente: Christian Wulff, acusado de "cohecho impropio" por haber aceptado una invitación de un productor de cine que gastó 719 euros convidandole a la "Oktoberfest" de 2008, el festival de la cerveza en Munich.
Por aquellas fechas, Wulff era el primer ministro del "land" de Baja Sajonia, después, de la mano de Angela Merkel, se convirtió en Presidente de la República Federal. Conocida la historia de la invitación, primero como noticia, después como interpelación parlamentaria y al tiempo como en escándalo político, Wulff se vio forzado a dimitir. ¡Hombre!, dirán algunos, por 719 euros, no era para tanto. Para los alemanes, sí.
Visto el caso con ojos complacientes, a la manera de tantos y tantos ciudadanos que en España cuando hemos tenido elecciones pasaron por alto todas las grandes corruptelas que conocemos: desde el "caso Gürtel" al de los ERE de Andalucía y las trapacerías sindicales o el "caso Palau" en Cataluña, desde luego, sí podría considerarse un exceso de celo. Exceso de celo porque ninguno de los partidos implicados en los escándalos sufrió castigo en las urnas. Los alemanes tienen otros principios. De hecho, antes del "caso Wulff", otro episodio (unas donaciones ilegales de dinero recibidas por la CDU ), obligó a resignar la dirección del partido al gran Helmut Kohl. De aquella crisis emergió Merkel como lideresa del centro derecha. Así se las gastan los alemanes y de ahí su intolerancia frente a la corrupción. Un principio que hunde sus raíces en la ética protestante y del que nace un criterio que les lleva a criticar con dureza la pasividad con la que en España (tratamos los casos domésticos de corrupción. Tengo para mí que en esta cuestión, tienen razón, pero aquí nos entra por un oído y nos sale por otro.
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