Esta semana recordamos los 80 años pasados desde que el 19 de noviembre de 1933 las mujeres españolas pudieron ejercer por primera vez el derecho al voto, el momento histórico en el que España fue de verdad una democracia.
De ese tiempo, un militar golpista nos robó 40 años y todavía en 1981 otros intentaron dar marcha atrás. Podríamos ir a celebrar una efeméride así ante el Congreso, pero a lo mejor nos castigan con una multa que no podríamos pagar en nuestra vida, según las ideas del proyecto de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana.
Incluso podríamos lanzar un tartazo a quienes todavía hoy, ocho décadas después, aún añoran una mujer obediente y sumisa, pero nos jugamos los nueve años de cárcel que piden para quienes hicieron algo semejante con la presidenta de Navarra, Yolanda Barcina. Salvo sorpresas inimaginables, el sufragio universal conquistado hace 80 años es irreversible. Pero el riesgo de devaluarlo es una posibilidad cierta. Y se manifiesta cuando los ciudadanos votan programas que se incumplen sistemáticamente o cuando, manteniendo el sufragio, se pretende recortar o criminalizar otras formas de expresión política como la huelga o la manifestación, pasando de exaltar a la mayoría silenciosa a convertir a todos en una mayoría silenciada.
Merma también el derecho al sufragio cuando los representantes públicos se someten al mandato del partido y éste multa la discrepancia o cuando el elegido abandona su responsabilidad sin concluir el mandato, dejándonos la herencia de delfines que no fueron votados para esa responsabilidad en las urnas. En el caso de las mujeres, nos podríamos preguntar si es compatible elegir a quien te gobierna mientras el que te gobierna recorta tu capacidad para decidir cómo gobernar tu propio cuerpo. En fin, el voto universal está para quedarse. Pero convendría que no nos despistemos y lleguemos a consentir que la papeleta que cada cuatro años depositamos en las urnas acabe convertida en papel mojado.
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