Los españoles caemos con demasiada frecuencia en la desconsideración hacia aquellos que nos han hecho mejores, hacia quienes, con sus decisiones, han contribuido a propiciar un mayor nivel de riqueza material o intelectual. No es un mal que aqueje sólo a los que nacimos en esta tierra. La ingratitud es una planta que crece en demasiados corazones, independientemente del lugar donde latan.
Pero a veces la voluntad se empeña en romper esta tendencia tan injusta. Mañana va ser un día en el que esa norma se rompa y la sensibilidad razonante de quienes dirigen la Universidad de Almería va a burlar la trampa mezquina de la ingratitud.
Dentro de apenas unas horas Antonio Pascual Acosta va a ser investido Doctor Honoris Causa en medio de la emoción de un acto solemne en el Auditorio de la UAL.
Posiblemente a casi todos de ustedes les cueste trabajo situar su nombre en el escenario almeriense y seguro que son más aun los que no puedan vincularlo con la Universidad. La memoria es olvidadiza y entre sus recovecos la gratitud no encuentra fácil asiento. Tenemos más memoria para el rencor que para el agradecimiento; aquel, por su dolor, no se consume nunca; este, por su sensibilidad, tiene la levedad del perfume.
Almería va a saldar mañana una deuda de gratitud. Va reconocer al profesor Pascual Acosta su decidido y decisivo empeño en que esta provincia contara con una Universidad. Fue durante su etapa como consejero de Educación de la Junta de Andalucía cuando el recinto universitario de La Cañada abandonó la tutela de Granada y comenzó a andar por su propio pié.
Los que procuramos mantener viva la memoria no olvidamos que en aquel tiempo eran muy pocos los que creían en la posibilidad de que Almería rompiera su dependencia académica de Granada. Yo estaba entre esos incrédulos. Nunca pensé que las autoridades de aquella provincia asistieran con complacencia al desgarro político de su principal industria y siempre creí que la Junta de Andalucía no sería capaz de hacer un gesto que pudiera ser interpretado como hostil hacia una universidad de tan acreditado prestigio histórico como la granadina. La universidad almeriense supondría para ellos la pérdida de una colonia y en un escenario político en el que Almería no pintaba nada la posible interpretación de una decisión como esa no iba a ser fácil. Recuerdo ahora que en aquellos primeros meses de los noventa un grupo de jóvenes profesores universitarios tuvieron la amabilidad de invitarme a una reunión en el viejo Club de Mar de Pescadería para buscar la complicidad de este periódico con aquella aspiración que entonces se antojaba quimérica. Allí estaban Pedro Molina, Pepe Guerrero, Fernando Martínez, Pedro Tirado, Fernando Navarrete y José Luis Martinez Vidal, entre otros.
Reconozco que cuando comenzó la conversación sus ilusiones se acercaban al delirio. Pero a medida que escuchaba sus opiniones entusiasmadas la locura devino en utopía (la verdad anticipada, como escribió Lamartine y tanto le gusta citar a Fausto Romero) y poco a poco su entusiasmo logró convencerme de que merecía apostar por intentar hacer posible lo que se antojaba imposible.
Lo que nunca pensé aquel atardecer tardío es que dos años más tarde el consejero Pascual me llamaría entusiasmado comunicándome que aquella quimera que luego se tornó en utopía se había hecho realidad y gracias a aquellos entusiastas profesores del colegio universitario y a la decidida decisión política de la Junta y de su consejero de Educación, Almería dejaba el patio de butacas desde el que contemplaba el escenario en el que otros escribían su guión académico y se convertía en autora y actora de su destino.
A aquel consejero de talla e inteligencia la carrera se le rompió en una carretera en la que encontró el dolor que más puede doler. Abandonó la ambición política y se refugió en la cátedra. Hoy compagina su cátedra de Estadística en la Universidad de Sevilla con la presidencia de la Academia de las Ciencias Sociales y de Medio Ambiente de Andalucía, la dirección del Centro Andaluz de Prospectiva y con vocalías en diversas fundaciones académicas y sociales.
Pero Antonio Pascual es y será siempre, y ya para la historia, el consejero que puso la universidad al alcance de miles de jóvenes almerienses que no hubieran podido llegar, por imposibilidad económica que no por talento, a las aulas granadinas y que contribuyó a que la provincia viviera así uno de los hechos más importantes de un siglo XX marcado por el olvido de (casi) todos los que nos gobernaron.
El tiempo sitúa a cada realidad en la posición que le corresponde. Los que ahora todavía no son conscientes de la importancia de la Universidad para la provincia, más temprano que tarde valorarán aquella decisión en su exacta dimensión.
Las universidades españolas conceden a veces con demasiado apresuramiento honores y distinciones de dudoso acierto. Mañana no es el caso. Almería y su Universidad saldan una deuda de honor. No para quien recibe la distinción, sino para el que la otorga; porque al primero le enorgullece el reconocimiento, pero al que la concede le honra por su agradecimiento.
Antonio Pascual Acosta será investido mañana Doctor Honoris Causa por la Universidad de Almería. Pero desde hace más de veinte años ya se ganó el título para los almerienses de Ilustrísimo Señor.
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