Me he comprado unas botas negras. No os lo contaría si no fuera por todo lo que supone. Me he comprado unas botas negras para que el frío no pueda hacerme la zancadilla en Praga. Nos vamos el viernes a eso de las dos de la tarde. Máxima menos un grado. Mínima menos seis. Nevará el sábado o el domingo. El lunes helará. El martes ya no estaremos allí. Son unas botas negras cuyo interior está forrado de una especie de lana –que no es lana- y sus cordones parecen fuertes como reatas de trompo. Tienen cierto carácter entrañable, la verdad. Algunos amigos nos han dicho, así, en resumen, que Praga es una ciudad espectacular. Y más en detalle: inolvidable, encantadora, impactante, hermosa, mágica, evocadora y misteriosa. Hubo quien dijo que Budapest era más bonita. No sé. ¿A quién mierda le importa eso? Aunque hemos marcado en un callejero la ruta que hizo Franz Kafka cada mañana mientras vivió allí, anotado algunos de los bares, cafeterías y restaurantes más prometedores, planeado la visita a sus lugares emblemáticos y memorizado el nombre de tres o cuatro librerías, tenemos que reconocer abiertamente que nosotros lo que queremos es visitar el frío. No cualquier frío. Justo el de Praga. Justo el frío que yo no dejo de imaginar desde hace tres meses. Un frío muy concreto. Hablemos de él.
Tengo la sensación de que nos aguarda. Me gusta pensar que es así. Que más allá de cuanto hayamos proyectado con lápiz en nuestra agenda de viaje, él seguirá teniendo el poder cómplice de la emboscada. Quiero que sea la exactitud de ese frío la que nos empuje a agarrar con fuerza una taza de café, a acelerar el paso para alejarnos de la lluvia y a cruzar las piernas y esconder las manos. Quiero pensar que nos traerá ojeras azules y labios rojísimos. Quiero que confundamos el frío con esa hache que arropa cómodamente la palabra almohada; volver diciendo que, tal y como sospechábamos, el frío acabó de nuestro lado. Por eso me he comprado unas buenas botas negras. Y por eso lo cuento ahora. Porque este frío no sabrá hacerme la zancadilla ni helarme los dientes ni besarme la espalda. Esta vez no querrá eso. Preferirá cualquier otra cosa: hacerse endecasílabo heroico, fotografía de lana, calcetín hasta la rodilla o vapor de consomé. No sé. Da igual una cosa que otra. Este frío me mirará a los ojos y no me escarchará los cristales de las gafas. Entonces la historia, por fin, podrá empezar así: Decidieron pasear un buen rato y cruzar al otro lado del río. Bajo sus botas negras crujía ligeramente la nieve. El frío ya estaba allí.
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