La Constitución cumple este sábado treinta y cinco años de vida. Y cada día son más, desde hace un lustro, las voces que reclaman reformas en nuestro texto fundamental. Y, claro está, cada vez se hacen más urgentes estas reformas, al tiempo que la buena Constitución de 1978 se va agrietando, va siendo incumplida en algunos extremos de imposible cumplimiento y va evidenciando que el tiempo pasa y nada, y menos aún un texto legal, es inmutable. Hay premisas incontestables: la Constitución es anterior a los ordenadores y a Internet, a los teléfonos móviles, a la caída del muro, al euro y a la propia transformación de la Comunidad Económica Europea en la actual Unión Europea. Pero, claro, todo esto podría haberlo escrito ya el año pasado -de hecho, creo que lo hice_ y el anterior y el anterior...
Ahora, en este trigésimo quinto aniversario, hay, empero, razones de mayor peso aún para urgir una reforma meditada, y a ser posible consensuada, de la ley fundamental. España se halla inmersa en una crisis política agravada por los estallidos de casos de corrupción, por las deslealtades territoriales, por el resquebrajamiento del prestigio de las instituciones, de los partidos, de los sindicatos. Buena parte de esa crisis se debe a que no se ha dado una correcta adecuación entre la vida oficial y la vida real, o, parafraseando a Adolfo Suárez, no se ha hecho políticamente normal lo que en la calle era normal. Ni se actuó con la transparencia que la pertenencia a las instancias europeas exigía, ni hemos sabido ser lo suficientemente ágiles en la aprobación de nuevos textos legales adaptados a la coyuntura política, económica y moral, de nuestro país y los de nuestro entorno.
Decía Pompidou que “la pereza es un elemento motor de la Humanidad”. Olvidó decir, completando esta brillante frase, que es siempre un mal motor. Dejar que las cosas se pudran por no haberlas afrontado a tiempo y con método es algo que acaba teniendo un precio muy elevado. Pensar que nuestra Constitución aún tiene en su articulado una exigencia de servicio militar obligatorio casi produce sonrojo. Que haya importantes políticos que todavía defiendan que el Título VIII, dedicado a las autonomías, sigue sirviendo, como si no hubiese ya un par de estatutos que violan abiertamente la carta magna, provoca, a mí al menos, indignación. Simplemente, no se reforma la Constitución por dejadez, por falta de espíritu de consenso, porque eso de -ir tirando- parece que está en el ADN de nuestros representantes (y un poco también en el de todos nosotros, me temo).
Que no se hayan reformado ni el Senado y sus competencias, ni la discriminatoria sucesión en la Corona, es un absurdo jurídico y algo políticamente nocivo.
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