Formé parte de los jóvenes entusiastas que, a principio de los setenta -con algún riesgo- y, después, a mediados -casi con riesgo nulo- gritábamos lo de “Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía”. Artur Mas no estaba entre nosotros por razones de edad, no por falta de valor, me imagino, y se encontraba estudiando el bachillerato. Allí había gente de pelaje muy diferente. Desde joseantonianos antimonásquicos a experimentados comunistas, desde troskistas venidos a menos hasta demócratas cristianos, y, por supuesto, algún nacionalista. Nunca pude imaginar que, con el tiempo, comprobaría que había sido compañero de viaje de una casta burguesa, egoísta y antipática, y que, en lugar de agradecerme el apoyo, me ha indicado que formaba parte de la pandilla de ladrones, que, según ellos, es España.
Nunca fui capaz de vislumbrar que entre los nacionalistas habría gente tan miserable, como para animar a los asesinos a que siguieran agitando el nogal para que ellos recogieran las nueces (Arzalluz) ni mezquinos tan insuperables que corrieran a rendir pleitesía a los sayones de la pistola y la bomba para recordarles que mataran murcianos, aragoneses, andaluces y gentes exóticas, no catalanes (Carod Rovira).
Nunca intuí que mientras te jugabas un expediente de expulsión, o un par de suspensos, o una manita de hostias en la comisaría, habría unos tipos cuyos padres abrirían cuentas en Suiza, y los terroristas se harían una foto de familia en Durango.
No matizo, porque estoy enfadado consigo mismo, estoy cabreado como un gilipollas, y no me da la gana matizar, siempre y cuando quede bien claro que si hubiera sabido que llegaría un momento en que cada día, tendría que escuchar algo de la melopea del melodrama que lleva por título “Independizar en tiempos revueltos”, si lo hubiera previsto, juro por mis hijos que no hubiera movido ni un dedo por la Democracias. Ni uno.
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