Terminada la II Guerra Mundial, los jóvenes de entonces oíamos mucho la palabra compromiso. El adjetivo “engagé” lo habían puesto en circulación los franceses como reacción ante las claudicaciones que se produjeron con motivo de la invasión nazi. La polémica subió de tono con Camus y Sartre .
No menos importancia tuvieron las cartas por la paz de Russell y Einstein, dos Premios Nobel asustados, ante la amenaza planetaria de la bomba atómica. Podríamos decir que la conciencia del compromiso no quedaría solo entre intelectuales sino que descendió a las capas sociales más bajas como estudiantes, obreros, ciudadanos anónimos de todo el mundo.
Seguramente debido a la pérdida de credibilidad del intelectual como alta luminaria, hoy ya no se lleva el compromiso, aunque tampoco falten edificantes ejemplos en el periodismo, en las misiones y en otras modalidades de la asistencia social.
Lo que, a mi juicio, caracteriza a este comportamiento moral ante la vida es que la cultura debe servir para la felicidad del hombre en sociedad y no solo como espectáculo o edulcorante. La izquierda mundial pretendió continuar esta política creativa. pero ni el desastre soviético ni las trágicas consecuencias del Telón de Acero abonaron esta credibilidad. Así que poco a poco los intelectuales como tales fueron reemplazados por los funcionarios del pensamiento burocratizado.
El funcionario burocratizado es ese tipo que dice que la filosofía ya no tiene objeto ante el empuje de los libros de autoayuda; que estamos en el fin del historia y que las humanidades ya no tienen nada que hacer porque su puesto los ocupan los economistas desideologizados.
Es así como los gobiernos de derecha pueden golpear impunemente a las clases más débiles para sostener el sistema que nos ha llevado al despido libre y a la exclusión social. Todo sea por el ajuste, lo otro puede esperar.
No tienen dinero para cultura pero lo grave es que tampoco les quita el sueño.
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